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     BUSCANDO EL GALLO DORADO DE DIONISIO PINZÓN
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     THE MIRACULOUS GIFT OF HEALING
     La magia de un gran amor
     The magic of a great love
     RENACE LA LEYENDA DEL CAMPEÓN, FERNANDO GAVIRIA RENDON
     Fernando Gaviria Rendon



LITERATURA UN MUNDO MÁGICO - BUSCANDO EL GALLO DORADO DE DIONISIO PINZÓN


 

 BUSCANDO EL GALLO DORADO DE DIONISIO PINZÓN

 

 

 

 

 

JORGE SOTO BUILES

 

 

 

 

 

Jorgesotobuiles.es.tl

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Le dedico esta obra literaria a:

Mélida Builes Mendoza, mi santa madre, a Carolina Soto Marín, mi adorada hija y a todas las mujeres de ese maravilloso país al que hemos llamado Méjico lindo y querido.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 Envigado pluricultural cuna de artistas 18 de octubre del 2022

 

La pandemia del covid 19 nos había dejado asustados, muy débiles y con muy pocos recursos económicos. Estuve trece días en una unidad de cuidados intensivos, con la terrible enfermedad, pero ni la mortal pandemia pudo acabar conmigo.

Mi hermano tenía un negocio en el que compraba y vendía cosas de segunda y, en ese tiempo de gran necesidad, mucha gente venía a comprar neveras, camas, fogones, sillas, ollas, mesas y toda clase de objetos necesarios para poder vivir. En esos terribles días en los que estuve al borde de la muerte, en la unidad de cuidados intensivos del hospital Manuel Uribe Ángel, del municipio de Envigado, le escuché decir a mi hermano, que una muchacha de Venezuela le estaba administrando el negocio de las cosas de segunda, mientras que el permanecía encerrado con nosotros en la casa, tratando de seguir una cuarentena que no funcionó, porque al final todos fuimos contagiados con el mortal virus.

Sentí la muerte muy de cerca y en una noche de crisis, en la mitad del coma inducido, al que fui sometido, viajé por el túnel inmaculado y brillante de la muerte, escuchando el más sonoro y espectacular de los conciertos. Me llenó una paz infinita y una felicidad tan suprema, que sentí que había llegado al cielo y estaba tan tranquilo y tan relajado allá, flotando sobre una hermosa y abrigada nube, cuando escuché una voz espectacular que me dijo:

-        Todavía no ha llegado tu hora, debes regresar a la tierra, para que le ayudes a todo el que te quiera escuchar, a descubrir la grandiosidad humana. Es muy necesario que les hables claro y que les expliques cómo se evoluciona conscientemente hacia la eternidad, porque la ambición desmedida está llevando la especie humana hacia el exterminio total y definitivo. Te encomiendo esa misión porque tú eres otro, de los muy pocos que han logrado ese nivel de sabiduría".

No me dijo nada más y ese mismo día me despertaron del coma inducido y empecé mi proceso de recuperación, me dejaron como otros diez días en observación, hasta que por fin salí en los meros huesos y con todo el cuerpo adolorido. Me daba mucha dificultad caminar y subir y bajar las aceras. Empecé a comer bien y entonces me quitaron el oxígeno de soporte y pude salir a la calle, a ver qué hacía porque no tenía ni un solo peso en efectivo, para seguir viviendo, aunque el tratamiento de mi enfermedad lo pagó el gobierno por medio del maravilloso “SISBEN”.

Pasaban los días rápidamente y una tarde en la que estaba en una esquina del barrio Alcalá de Envigado, hablando con mi hermano y con la hermosa venezolana que le estuvo administrando la compra venta, en el tiempo más difícil de la pandemia.

-         Piense a ver, hermano, ¿qué es lo que vamos a hacer?, porque la situación financiera está difícil y, de todas maneras, tenemos que ganar con qué comer porque esa finca tuya casi no produce nada-. Dijo mi hermano con voz angustiada.

Yo tenía una nevera, una plancha para hacer asados y una cocineta de perros calientes, en un negocio de comida mejicana, en el que yo trabajaba hasta que se quebró, y les propuse:

-         Si quieren vendemos hamburguesas y perros calientes, aquí en la esquina, cerca de nuestra casa, a ver cómo nos va.

Los dos aceptaron y Cristina, la hermosa venezolana que había trabajado en el negocio de las segundas, se encargó de elaborar los productos que íbamos a vender, copiando las recetas de un restaurante muy famoso en el que ella había trabajado.

Empezamos con pie derecho, vendíamos una hamburguesa callejera muy sabrosa y un perro caliente, muy barato, y de muy buena calidad. Nos hacían fila los trabajadores del sector, los venezolanos y todas las personas más humildes, que todas las noches iban a comer. Llegó tanta clientela que tuvimos que arrendar un local y conseguir otras dos trabajadoras. Yo administraba las “Hamburguesas del oeste” y mi hermano continuó con el negocio de las cosas de segunda.

Cristina llegaba todos los días muy bonita y muy sensual, y se quedaba mirándome, a ver yo cómo reaccionaba ante sus trajes atrevidos. Yo la miraba con admiración y lujuria, pero sin atreverme a decir nada, porque ella era mucho menor que yo, hasta que un día, en el que apenas habíamos abierto, y estábamos solos, me dijo:

-         Yo me vine para Colombia y para Medellín, fue a ganar dinero por toneladas, pero vendiendo estas hamburguesas la cosa va a estar muy difícil. Aunque no me puedo quejar con lo que ustedes me pagan, pero mis ambiciones son distintas…

Yo me quedé mirándola a los ojos y le dije:

-         ¿Qué quieres hacer pues?... ¿Qué estás dispuesta a hacer, por dinero?

-         Yo quiero conseguir muchos dólares, autos lujosos, mansiones y darme todos esos gustos que se dan los mafiosos y narcotraficantes de los carteles de la droga… ¿Ustedes, los paisas, no son dizque los dueños del mercado internacional de la cocaína?... ¿Entonces, qué hacemos vendiendo hamburguesas y perros calientes, de un dólar la unidad?...

Yo me quedé mirándola de los pies a la cabeza y aceptando el desafío le dije, olvidando la misión sagrada que me había encomendado el Dios del cielo, que me mandó de regreso a la tierra:

-         Yo te puedo ayudar a entrar al narcotráfico, con unos amigos mejicanos, del cartel de Sinaloa, pero tienes que estar dispuesta a todo, para lograrlo.

-         Yo, desde hace tiempo estoy esperando a que usted, que tiene más experiencia, proponga lo que sea -. Contestó en tono desafiante la hermosa muchachita, y yo que, desde hacía varios meses, me encontraba en un celibato obligado por la escasez de oportunidades con las mujeres, le dije:

-         Ahhh, bueno, entonces, primero que todo vamos a hacer el amor, porque si me voy a arriesgar por ti, tiene que valer la pena.

Ella se quedó mirándome a los ojos y empezando a desabrochar la correa de su pantalón, me dijo:

-         Cierre la puerta para que nadie nos moleste.

Hicimos el amor allí, tirados en el piso de la cocina, y yo quedé feliz. Un cuerpo espectacular, una boca deliciosa, unos senos perfectos y una pasión arrolladora que superó, con creces, todas mis espectativas.
Desde ese día, aquella hermosa y apasionada mujer, fue mi amante y le prometí el cielo, la tierra y todo el universo, y aunque pensaba mucho en mi misión sagrada, de hacer conocer la grandiosidad humana, me dejé tentar por la belleza de la espectacular “Lolita” y empecé a seguirle el juego, en un proyecto que de ninguna manera podía ser realidad. El narcotráfico va en contra de todas mis convicciones morales y sociales, pero el deseo de disfrutar el amor de aquella hermosa jovencita, pudo más que la razón.

-         Bueno, mi reina linda, la cosa va a ser muy sencilla y vamos a empezar por lo alto, en Medellín la cocaína buena está por montones. En el barrio Antioquia y en el centro de la ciudad, yo consigo el gramo a tres mil pesos, o sea a 70 centavos de dólar, entonces el kilo nos cuesta 700 dólares, que equivalen a tres millones y medio de pesos y ese mismo kilo vale en Méjico 50.000 dólares. Que nos dan una rentabilidad del setecientos por ciento mensual, mientras que todos los negocios legales son felices con una rentabilidad del veinticuatro por ciento anual. Si no conseguimos hacernos ricos con esa rentabilidad de locura, entonces no lo conseguimos con nada. El narcotráfico es el mejor negocio del mundo, pero tiene sus riesgos -. Advertí.

-         No importa, yo estoy dispuesta a todo -. Me dijo, acercándose con sensualidad para que yo la besara en la boca. Ella sabía perfectamente, cómo manejar mis emociones y qué hacer para nublar mi razón.

-         Bueno, entonces dentro de dos meses nos vamos para Méjico, a conseguir clientes para nuestro nuevo negocio y a buscar un gallo dorado, de una raza especial, de un tal Dionisio Pinzón, que deseo tener en mi criadero de aves de riña.

-         Ah, yo me vi la serie del tal “gallo de oro”  -. Replicó la hermosa y sensual venezolana -. Y, entonces, ¿yo vengo a ser como tu caponera, o qué?

-         Sí, amor, tú eres la caponera de mis sueños, y desde hoy te toca administrar este negocio, sola, porque me voy a buscar clientes para una finca y para dos caballos buenos que tengo en el potrero, casi abandonados, cerca de “la catedral”, la famosa cárcel de la que escapó Pablo Escobar Gaviria.

-         Amor, ¿pero por qué vas a vender la finca?... ¿y entonces dónde vamos a reproducir el “gallo de oro” que vamos a traer de Méjico? – dijo la hermosa Cristina, siendo razonable por primera vez -. Venda los caballos nada más, porque necesitamos dinero para los pasaportes y para los pasajes, y por allá les pedimos un adelanto de dinero, a los del cartel de Sinaloa, para lo del negocio grande, ¿Porque tus caballos valen bastante o no?

Ja, ja, la precoz adolescente, estaba resultando ser mejor negociante que yo.

-         Sí, mi reina, tengo una potranca que se llama “Maravilla de María José” nieta de “Prodigio de María Rosa” el caballo del pueblo, y tengo “El gladiador de la Verónica” un hijo de “Tambo de dos aguas” que es el caballo de trote y galope, que está ganando en todo el país.

-         ¿Y cómo cuánto valen los dos?... Porque los podemos empeñar, mientras que regresamos con el dinero, de allá de ese otro país, y les pagamos la deuda, sin tener que venderlos, porque ahí tenemos un par de campeones, que van a ser los reproductores de nuestro criadero.

-         Son un potro y una potranca muy jóvenes, pero yo creo que puedo conseguir unos diez mil dólares en ellos -. Argumenté sabiendo que los hijos de “Tambo de dos aguas”, estaban siendo rematados, más o menos, a veinticinco millones de pesos, que equivalían a seis mil quinientos dólares.

Esa misma tarde me fui pensando en esos letreros que se encuentran en el camino y que dicen: “Prestamos dinero en hipoteca a bajo interés” y, sí señores, llamé esos prestamistas, ellos fueron y avaluaron la finca y me prestaron treinta y cinco millones de pesos, que equivalen a unos diez mil dólares, al dos por ciento mensual. Me pareció una tasa de interés, cómoda, y continué metiéndome hasta el cuello en un negocio que no quería hacer y que, con toda seguridad, me iba a llevar hasta la muerte.

Esa semana estuvimos muy ocupados sacando el pasaporte y haciendo todos los preparativos del viaje que, para mí, tenía dos únicos motivos, estar en luna de miel con la hermosa Cristina, siquiera unos veinte días, y buscar un descendiente de “el gallo de oro" de Dionisio Pinzón”, porque la literatura es la combinación de la imaginación con la realidad, y yo estoy seguro que, Juan Rulfo, el autor de "El gallo de oro" tuvo que vivir esa historia tan linda, muy de cerca, porque es imposible que la haya podido imaginar por completo. Estoy convencido de que “El gallo de oro” existió y la caponera ardiente y sensual también, de la misma manera en que existimos Cristina y yo.

Compramos los tiquetes aéreos, sacamos el pasaporte y todos los documentos necesarios y nos dispusimos a viajar, porque el próximo viernes, a las nueve de la mañana, salía el vuelo que nos llevaría derechito a la ciudad de Méjico y al éxito económico. Esa misma tarde me fui con mi amada, en el tren metropolitano, a buscar las muestras de cocaína, porque la hermosa chiquilla estaba muy feliz y muy ansiosa. Llegamos hasta la estación del parque de Berrio, descendimos por las escaleras y nos fuimos caminando por debajo del metro, donde la gente vendía toda clase los objetos de segunda, que tanto me gustaban, desde una vez en la que compré un cuadro de la genial Débora Arango Pérez, la mejor pintora de mi pueblo y de toda Colombia, y, no habíamos avanzado treinta metros, ni pasado un minuto cuando, un joven nos ofreció:

-         Vendo la roca, vendo la bolsa, pura escama y de la mejor. A cinco mil, a cinco mil.

-         ¿Cómo así qué pura escama? – le pregunté al vendedor, tratando de conseguir información, sin que se me notara mucho el interés por la mercancía.

-         ¿Usted ha visto los peces tienen un brillo nacarado en las escamas? Un brillo de colorcitos como los del arco iris.

-         Sí, he visto que las truchas brillan como el arcoíris.

-         Ahh bueno, la cocaína buena, brilla como si esos cristales microscópicos, fueran pequeñas escamas muy similares al nácar de los peces.

-         ¿Y cómo qué a cinco mil la bolsa? ¿Cuánto trae pues? – pregunté, porque me pareció muy elevado el precio.

-         Trae un gramo, pero si la quiere más barata, le vendo una roca a tres mil pesos el gramo, para que la empaque usted mismo. Es fácil, la cortan con un cuchillo, mejor dicho, la trituran con un bisturí hasta que esté pulverizada, la empacan en bolsitas y listo, a vender.

-         Se la compro, a tres mil pesos el gramo, empacada, si quiere -. Le propuse al vendedor, tratando de ahorrarnos el trabajo, pero el hombre como que se estaba molestando, porque me contestó sin ningún respeto.

-         ¿Usted está loco, o qué?... Aquí lo que vale es el trabajo de empacarla y de venderla, porque la droga está muy barata, desde que el gobierno canceló el programa de erradicación de los cultivos de coca, para que todos los campesinos puedan trabajar libremente.

-         Bueno -. dijo Cristina, que escuchaba con atención -. Véndanos una roca, que yo la trituro con una cuchilla de afeitar. ¿y las bolsitas?

-         Yo se las vendo a tres mil pesos el paquete de cien bolsas -. Contestó el muchacho, sacándolas del bolsillo para que nosotros las apreciáramos.

-           Necesitamos una roca grandecita, como de unos docientos gramos aproximadamente y dos paqueticos de bolsas -. Concluyó mi hermosa Cristina, con mucha seguridad personal.

El muchacho fue hasta una neverita mugrienta, de esas de icopor, en las que se empacan alimentos y trajo una bola muy blanca, como del tamaño de un limón y la pesó, delante de nosotros, en una pesita que tenían ahí, junto a los otros objetos. Cristina le sacó un pedacito con la uña y, metiéndoselo a la boca, me hizo un gesto de aprobación, como si fuera toda una profesional en la materia.

-          Docientos trece gramos, más seis mil de las bolsas, son seiscientos cuarenta y cinco mil pesos -. Terminó de decir el muchacho que estaba muy enseñado a vender.

Le pagué, después de hacer la cuenta mentalmente, y él nos metió la mercancía en una bolsa negra. Cristina llevó ese cargamento macabro, de regreso hasta la casa de mi finca, con una tranquilidad pasmosa, que la hacía ver como si toda la vida hubiera trabajado con drogas ilícitas.  

Estábamos felices, enamorados y esa noche amanecimos, en la soledad placentera de mi finca, queriéndonos y empacando la cocaína en bolsitas.

Transcurrió el tiempo y el día del viaje, Cristina llegó vestida con unos shors de jeans, tan cortos que se veían parte de las nalgas y con una camiseta que decía: “Soy colombiana, ¿y qué?” y una mochila Wayú, amarilla, azul y roja, yo me quedé con la boca abierta y sin saber qué decir ante ese colorido espectáculo.

-         Tranquilo - Me dijo como comprendiendo mi asombro -, que yo sé lo que hago y, por si no sabías, los mejicanos son los hombres más bravos del mundo y son como los toros, porque no pueden ver un trapo que los desafíe, porque se enceguecen y no son capaces de razonar. Ya no son capaces de pensar nada más, sino en el culo de la vieja, cuando ella es hermosa como yo, y, entonces, van a sentir mucha curiosidad y nos van a proponer muchos negocios interesantes, ¿no crees?...

Una amplia sonrisa se dibujó en mí rostro, porque Cristina tenía nuevamente la razón. Tomamos un taxi y nos fuimos directamente para el aeropuerto internacional “José María Córdoba” de la ciudad de Rionegro. Mi hermosa acompañante iba tan tranquila, que pensé que se le habían olvidado las muestras de cocaína, pero no le quise preguntar nada, para no ponerla nerviosa. En el taxi se fue cantando las canciones de Karol G. y solamente dejó de hacerlo cuando estábamos pasando por el inmenso túnel de oriente, que la dejó sorprendida.

-         Son increíbles las obras de ingeniería que hacen los antioqueños y nosotros dizque vendiendo perros calientes y hamburguesas, y tú, que eres tan bruto, que ni siquiera eras capaz de comercializar con perras, que son más rentables que los perros.

No entendí lo que me quiso decir y, más bien, me fui pensando en el problema que me estaba metiendo, por la lujuria de andar con esa “Lolita” insaciable.

 Coloqué la cabeza contra el vidrio, hasta que me dolió la frente, tratando de no pensar en la locura que estábamos haciendo y el taxi y el tiempo volaron.

Llegamos al aeropuerto justo a tiempo, porque todas las personas que tenían nuestro mismo vuelo, ya estaban haciendo fila para registrar los documentos e iniciar el viaje, que llenaría de dinero nuestros bolsillos y que marcaría para siempre nuestras vidas. Hicimos la fila y mi simpática acompañante, como que no recordaba que iba cargada con un poco de papeletas de cocaína, porque pasamos todos los controles cogidos de la mano y secos de la risa, soñando con todas las maravillas que nos esperaban en los Estados Unidos de Méjico. Nadie revisó nuestros cuerpos ni nuestros bolsillos, nadie nos preguntó nada y me quedé sorprendido por la facilidad con la que se entran drogas al país de Vicente Fernández y de sus secuaces.

El viaje duró cuatro horas y 50 minutos, montados en un avión que nos llenaba de felicidad y de sueños hermosos. Nos fuimos cantando y tomando unos cócteles suaves, un poquito costosos, pero muy buenos.

Llegamos a la ciudad de Méjico a las cinco y media de la tarde, a un aeropuerto tan grande y con tanto movimiento, que me hizo olvidar el peligro de nuestro viaje y sólo pude pensar en las nalgas redondas y bronceadas de mi hermosa acompañante. Tomamos un taxi y yo le dije al conductor:

-         Llévenos a un hotel, bonito, con piscina y que quede cerca de la plaza de Garibaldi.

Ni siquiera pedí el favor, tampoco averigüé por precios, porque ya me estaba sintiendo, como otro más, de los poderosos capos de la mafia.

Nunca me imaginé esa ciudad tan grande y tan congestionada, pero tan interesante. Nos fuimos observando el paisaje, tomados de la mano y enamorados como un par de adolescentes.

El taxista giró por la zona más hermosa del mundo y nos dijo con orgullo:

-         Estamos en los alrededores de la famosa plaza de Garibaldi, estoy girándo en el vecindario, porque es un sector peatonal y hasta el centro de la fiesta no podemos avanzar con este auto, pero todos esos mariachis que están viendo, son los mismos que los van a divertir de día y de noche, hasta que se cansen de ser felices.

Se escuchaba la algarabía y la música por todas partes, y la hermosa chiquilla no paraba de abrazarme y de besarme. Estábamos llegando al paraíso y nos sentíamos muy felices.

El taxista estacionó al frente de una hermosa mansión, de estilo colonial, se bajó del taxi, fue hasta la puerta, tocó el timbre, salió un muchacho que se quedó mirándonos mientras que él le hablaba.

El taxista se vino caminando hacia nosotros, después de recibir un billete que ese joven le entregó y nos dijo:

-         Éste es el mejor hotel y el más barato, mejor dicho, es una casona antigua con hermosas piscinas interiores, con agua caliente, a la que vienen los recién casados a disfrutar de la calidez y de la paz, de un ambiente muy privado y familiar. Vayan tranquilos que ahí, los van a atender como se merecen.

Le pagué al buen hombre, tomamos las maletas y atravesamos la calle, hacía donde estaba el joven hotelero, que nos dijo:

-         Bienvenidos al paraíso.

La mansión era espectacular. Los pisos en mármol, unas lámparas inmensas llena de centenares de bombillitos brillantes, en las paredes espejos gigantes con marcos de plata, alfombras persas en el piso y unas poltronas con estilo de Luis quince, con unos mullidos cojines de un color rojo sangre de toro, que invitaban al descanso y al amor. Aquella residencia tenía una elegancia tan exquisita que, más que un hostal, parecía un palacio de la realeza inglesa. Avanzamos por dos inmensos salones, hasta que llegamos a un patio interior lleno de rosales, anthuriums y tulipanes florecidos, Caminamos sobre las piedritas del piso rústico y, atravesando por la mitad del jardín, el joven nos llevó hasta el otro lado, en el que había una puerta que conducía a una hermosa habitación que parecía la recamara del rey Salomón. Un pequeño refugio como de diez metros de largo, por cinco de ancho, con una cama en el centro, que era un santuario al amor, elevada del suelo como un metro de altura, había que subir hasta ella, por una pequeña escalera de reluciente cedro rojo. Esa novedosa cama, estaba hecha en una madera con estilo colonial y enmarcada en un cerco de tules blancos, y había sido construida como para que fuera el nido del más poderoso de los reyes. A mi princesa le brillaron los ojos y sin borrar una inmensa sonrisa de su rostro, se quitó los zapatos, subió la escalinata corriendo y se tiró sobre las mullidas almohadas, que resaltaron su hermosa piel bronceada. Miré hacia atrás y el mozo había desaparecido sin dar más explicaciones, dando muestras de que conocía perfectamente su oficio. Dejé los zapatos sobre la alfombra y subiendo por las escalas, acepté la invitación de mi reina, que abrió los brazos invitándome a que la amara. Besé su boca dulce y acaricié la piel bronceada de su abdomen perfecto. Le desabroché los shors y pude contemplar las tangas más sensuales, clavadas en su carne ardiente. Ella se quitó la blusa para liberar sus senos firmes y hermosos, mientras que yo apartaba su ropa interior para acariciar su inflamado clítoris, que anhelaba se acariciado. En un segundo me liberé de la incomodidad de toda mi ropa y, apartando sus torneadas piernas la penetré inmediatamente, en busca de la felicidad y del éxtasis total, ella me abrazo con pasión y rodeándome con sus piernas, se agitó violentamente, sobre los mullidos cojines, hasta que emití un grito profundo, que salió del fondo de mi alma y resonó en toda esa mansión celestial, para agradecer a los dioses este instante supremo, en el que sólo alcancé a gritar:

-         Gracias dios mío, graciasssss…

Mientras que llenaba la conchita golosa de mi reina, con el calor de mi semen ardiente, que la inundó por dentro. Permanecidos abrazados con fuerza, unidos con el beso más delicioso del mundo y allí nos quedamos aferrados, sintiendo el sudor que mojaba nuestros cuerpos, después de haber disfrutado del amor más rápido y furioso del mundo. Ese resto de tarde no salimos de esa hermosa cama, repitiendo el amor que nos llevaba hasta el cielo, hasta que llegó el muchacho que nos había recibido y nos dijo desde la puerta que siempre permaneció abierta:

-         La cena está servida, por si desean comer algo.

Descendimos de nuestro refugio de amor y sorprendidos por la altura de esa cama aristocrática, nos tuvimos que situar, nuevamente, a la altura de todos los otros seres mortales. Llegamos hasta la mesa del comedor, en el salón principal, que estaba adornada con hermosas flores y con velas encendidas, en medio de una penumbra hechizante y, para nuestra sorpresa, éramos los únicos invitados en aquella noche romántica, programada por los dioses del olimpo. El joven empleado nos trajo dos churrascos argentinos con chimichurri, papitas a la francesa, una ensalada de tomaticos cereza, lechuga fresca, una vinagreta y sal. De sobre mesa nos trajo una coca cola fría, que nos supo a gloria, después de todo ese ajetreo amoroso, que nos había dejado deshidratados. Yo no pregunté por nada, ni por precios, ni costumbres, ni horarios, ni nada.

Terminamos de comer el delicioso asado. Pedí dos copas de vino tinto y tomados de la mano, nos quedamos ahí sentados, escuchando las rancheras del famoso Juan Gabriel, que sonaban en toda la casona.

Disfrutamos de una velada perfecta, hasta que mi linda princesa me preguntó levantando los senos con malicia:

¿Desea probar, algo más, el señor?

Yo no lo pensé dos veces y aceptando el desafío, le dimos las gracias al buen mozo de la posada y a las dos señoras que vimos en la cocina, y nos fuimos a seguir disfrutando de tantas maravillas y de tanto amor.

Al otro día nos levantamos tarde, nos bañamos juntos y le tuve que hacer el amor, otra vez, a mi ardiente mujer, que a toda hora estaba dispuesta para mí. Me sentí un poco débil, porque esa hermosa y ardiente princesa, me tenía más mamado que un chupón de guardería. Almorzamos y nos fuimos caminando por las coloridas calles, hasta la famosa plaza Garibaldi de mis sueños. Había mariachis por todos lados y resonaba la alegría y el bullicio de los mercaderes. Nos sentamos a la mesa, al frente de la más hermosa de las fachadas coloniales, pedí dos cervezas frías y media botella de whisky y mi hermosa novia se molestó y me dijo:

-         ¿Por qué nunca me preguntas qué quiero?... Es como si yo no existiera y tú pudieras decidir todo sobre mi vida. ¿Cómo vamos a venir hasta el Méjico lindo y querido, y tú vas a pedir media de whisky?... Eso es un irrespeto a los campesinos que cultivan el agave, para hacer el estremecedor tequila que nos espera con sal y limón, para que nosotros sigamos siendo felices.

-         Ya está dicho, señor mesero, traiga dos cervezas frías, una botella de tequila José Cuervo y los mejores mariachis que tenga.

Yo no preguntaba ni precios ni nada, porque a los futuros narcotraficantes no les importa un puñado de dólares.

Llegaron los mariachis y les dije:

Me tocan mujeres divinas, el rey, la ley del monte, la muerte de un gallero, caballo prieto azabache y todas las que ustedes crean que le pueda dedicar a esta hermosa dama.

Empezó la fiesta más espectacular de mi vida y me olvidé de todos los problemas que hasta ese momento había tenido en este universo que, por supuesto, eran muchos. Le compré un sombrero y una ruana a mi amada, y le besé la deliciosa boca, hasta que se me hincharon los labios. Bebimos, cantamos y bailamos, hasta que empezó a oscurecer y ya estábamos casi borrachos. Los mariachis me cobraron 400 dólares, que me pareció un precio justo y me fui caminando con mi reina, tomados de la mano, en busca de otro asado argentino antes de irnos a dormir.

Pasaron tres días recorriendo las hermosas calles de ciudad de Méjico, hasta que mi futura mafiosa se molestó y me reclamó diciendo:

-         Ahora estoy viviendo en carne propia, la historia esa, que los antioqueños son los hombres más vivos y más tramposos del mundo, porque son capaces de traerla a una hasta Méjico, dizque a buscar un malparido “gallo de oro”, que solamente existió en la imaginación de un escritor, para poder abusar de una, todo lo que le da la gana y yo, como una boba, dizque mamando a toda hora y esperando el contacto con los narcotraficantes, que me van a sacar de esta pobreza en la que me metieron esos locos, de Chaves y de Maduro, cuando toda la historia de este viaje, es una gran mentira que sólo cabe en tu imaginación. - Terminó de decir la hermosa chiquilla, protestando por mi ineficiencia.

Yo no podía controlar la risa.

Aquella protesta me parecía de lo más graciosa, porque era la primera vez que veía la hermosa "Lolita" indefensa, asustada y enojada.

-         Tranquila, mi reina linda, que ellos ya nos deben de estar observando y, tarde o temprano, van a venir, a ver qué es lo que les podemos ofrecer.

-         ¡Tranquila! ¡Tranquila! – exclamó más enfurecida que antes -. Eso me estás diciendo desde que llegamos, pero tienes que saber que este cuerpito no lo vuelves a tocar, hasta que aparezcan los supuestos contactos que tenías, con los mafiosos más duros del mundo.

Aquel castigo de la abstinencia forzada, en vez de molestarme me gustó, porque, sinceramente, por fin iba a poder descansar de esa hermosa ninfómana, que era tan ardiente y tan insaciable, que ya me tenía cansado de tanto comerme eso.

Aquella noche dormimos como un par de hermanitos, hasta que salió el sol y ella, olvidando el castigo, se volteó y me besó con mucha pasión y empezó a buscar lo que tanto le gustaba y, otra vez, me tocó acariciar la piel bronceada de sus enormes y firmes nalgas, que empecé a lamer con muchas ganas y sentí el sabor húmedo de su concha y de su clítoris, que mordisquee hasta que la hice llorar de pasión, y , después de la sinfonía de lengua que le di, la penetré, una y otra vez, con mucha violencia, hasta que gritó como una loca que se iba a morir. La seguí penetrando con la velocidad de una conejo y cuando todo mi cuerpo empezó a temblar en el más violento y desesperado de los orgásmos, ella me mordió la boca y sentí el sabor inconfundible de mi sangre, mezclada con la dulzura de su boca juvenil y salvaje. Permanecimos abrazados, sintiendo el calor de nuestros cuerpos sudorosos y satisfechos, olvidando las discusiones pasadas.

Después de esa chimba de polvo que me eché, le dije:

-         Tranquila, mi reina linda, que hoy nos vamos para San Miguel del milagro, la tierra de Dionisio Pinzón y después de que encontremos “el gallo de oro”, te juro que me comunico con los del cartel de Sinaloa, para que le vendamos el alma al diablo, trabajando con ese polvo maldito que acabó con Pablo Escobar y con el Chapo Guzmán. ¿Listo?...

-         Bueno, amor.

-         Pero piénsalo bien, porque después de que nos enredemos con esa chimbada, ya no tenemos salidero -. Dije tratando de asustarla, para librarme de ese compromiso que de ninguna manera podía asumir, porque mi educación y mi evolución mental, no me permitían traficar con esos alcaloides que tanto daño les han hecho a los jóvenes de todo el mundo -. ¿Estás dispuesta a vender tu cuerpo y tu alma, al demonio, por el placer de tener autos lujosos, mansiones y dinero?...

-         Sí, señor, estoy dispuesta a vivir elegantemente por el resto de mi vida -. Contestó la hermosa mujer, pensando que el narcotráfico es un picnic con frutas, pollo asado y coca cola fría.

 

Después de la hora del almuerzo, cogimos un autobús y nos fuimos para “Puebla de Zaragoza”, una ciudad a unos treinta minutos, de la que fuera la tierra de los Pinzón.

Avanzamos más de una hora por los campos mejicanos, hasta que el conductor frenó y gritando dijo:

-         Ya llegaron los que van para la finca de Dionisio pinzón, se entran por ese camino de la derecha y avanzan algo más de una hora, que el sendero los lleva hasta el patio de la casa del gallero.

-         El buen hombre nos dejó en una casa que tenía una urna con la virgen de Guadalupe, a todo el frente. Observamos a nuestro alrededor, estábamos en la mitad de un campo solitario, avanzamos unos treinta metros y nos fuimos por el sendero que se desviaba a mano derecha, en busca del gallo de riña de mis sueños.

Por ese camino no había gente, no había casas y no había nadie.

Caminamos como unos veinte minutos, en silencio, hasta que nos encontramos un señor montado en un caballo colorado, que se detuvo como para saludarnos y yo le dije:

-         Buenos días, amigo, estamos buscando la finca de los herederos de Dionisio pinzón…

-         Sí, van muy bien, continúen por el camino principal y cuando haya una bifurcación, tomen siempre el sendero de la mano izquierda. Les faltan como veinticinco minutos de camino, pero no se preocupen que, esa finca, es la última de esta vereda y este camino los llevará exactamente, hasta el patio de la casa del difunto Dionisio Pinzón.

No fue necesario preguntar nada más. Cristina permaneció a mi lado en absoluto silencio, como si estuviera asustada con aquel amable anciano que esbozaba una amplia sonrisa, que nos dejó ver una prótesis dental que se movió a punto de caerse.

-         Ah, bueno señor, muchas gracias.

Fue lo único que acaté a decir, y, después de esas indicaciones que me parecieron muy claras, continuamos por el largo camino con todas nuestras ilusiones intactas. Avanzamos lentamente por el nublado y frío sendero, sin encontrar a nadie más.

-         ¿Qué te pasa, amor? ¿Por qué vienes tan callada? ¿Estás asustada o qué? – le pregunté a mi adorada reina, que miraba a todos lados, como si sospechara que nos estaban acechando.

-         Es que este paisaje tan gris y esa neblina que los cubre todo, como con un manto de misterio, me hace sentir como si nos estuviéramos metiendo en los mismos senderos del infierno.

-         ¿Sí? ¿Y no se supone que en el infierno está el fuego eterno y todo es consumido por las inmensas llamas que calientan e iluminan a satanás?... Y por aquí, parece que nos estamos acercando es al polo norte, porque yo lo que estoy sintiendo es un frío glacial.

-         Es el silencio penetrante, es la ausencia de vida, como si estuviéramos caminando por los senderos de la muerte -. Argumentó la frágil princesa, con la voz temblorosa por el frío.

-         Tranquila mi reina linda, que usted y yo, somos eternos, nunca vamos a morir y nos vamos a ir corriendo para que entremos en calor -. Fue lo que recomendé, tratando de subir el ánimo de la hermosa chica, que temblaba como una hoja al viento.

Después de correr unos cincuenta metros, continuamos caminando por el solitario sendero, hasta que llegamos a la cima de una empinada colina, que desde hacía rato estábamos subiendo. Avanzamos como otros cien metros, por un plan rodeado de inmensos pinos, que parecían un túnel del tiempo y al final, como por arte de magia, el decorado cambio y pudimos observar, en el fondo de una ondulada parcela, una casa roja de esas antiguas con aspecto colonial.

Un gallo cantó en la mitad del silencio y mi corazón se agitó lleno de alegría. Nos tomamos de la mano y avanzamos casi corriendo, por el resbaladizo sendero que nos llevaba hasta la solitaria casa. Descendimos con los corazones agitados por el esfuerzo y sentimos el olor del humo de un fogón encendido.

-         Buenas tardes – grité para anunciar que estábamos llegando.

-         Buenas tardes – contestó al otro lado, la voz de una anciana con una voz casi inaudible.

Con atrevimiento avanzamos por el corredor, hasta la amplia cocina que estaba iluminada por las llamas que calentaban una olla de barro, en la que hervía el chocolate que perfumaba, con un delicioso olor, todo el ambiente.

-         Señora, ese gallo que cantó al otro lado, ¿es “el gallo de oro” de Dionisio Pinzón? – fue lo primero que pregunté, sin poder ocultar mi interés.

-         Sí, mi querido y demorado extranjero -. Contestó la noble anciana, que me miraba con unos pequeños y profundos ojos azules, que parecían estar apagándose por el cansancio -. Llevó exactamente cuarenta y tres años, esperando a que llegaras con la nueva caponera, a reclamar ese bendito “gallo de oro” que resultó ser inmortal. Pero salgan al patio de atrás, para que lo vean, que ahí lo tengo amarrado encima de unos bultos de abono, a ver si no se lo comen esos pumas del demonio, que abundan por aquí.

Salimos por la puerta que la viejita nos señaló y ahí estaba “el gallo de oro” del famoso Dionisio Pinzón. Era el animal más hermoso del mundo, brillando con su intenso color dorado de sus fantásticas plumas. Cristina y yo, nos quedamos boquiabiertos, contemplando el hermoso semental que nos tenía hechizados. No pude resistir la tentación y tomándolo en mis manos, lo solté de la cuerda que lo sujetaba, le di muchos besos en su hermoso plumaje y me fui para donde la anciana que…

Ya no estaba sentada en la silla. Había desaparecido como por arte de magia y…

-         ¿Qué se hizo la señora? – me preguntó muy asombrada, la sugestionable Cristina y yo no supe qué decir.

Le di la vuelta a la casa sin soltar el gallo de mis manos, y no pude encontrar a la anciana señora por ningún lado. La llamamos varias veces y después entramos en las dos habitaciones, que estaban con sus respectivas camas. En el fogón seguía hirviendo el chocolate y en una paila se calentaban dos tortillas de maíz, cubiertas de unos apetecibles fríjoles con carne.

-         ¿Esa comida será para nosotros? – Le pregunté a mi amada princesa, recordando que hacía tiempo que no comíamos nada. Pero Cristina estaba pálida mortal y me agarró del brazo con tanta fuerza, que me clavó las uñas. Nos miramos y salimos corriendo del endemoniado lugar, sin dejar de apretar el hermoso “gallo de oro” contra mi pecho.

-         ¿Será que la viejita estaba en el baño y nosotros estábamos tan asustados, que no la vimos ni para despedirnos? – Pregunté angustiado por nuestro comportamiento.

-         Yo no sé – me dijo, Cristina, recuperando la voz -, pero tampoco estoy dispuesta a regresar para comprobarlo. Ya tenemos el “Gallo de oro” que es lo que más te importa y, además, ella dijo que nos estaba esperando, porque ese gallo era para nosotros, porque yo soy la última versión de la caponera.

Sea como sea, teníamos el famoso gallo GOLDEN y se estaba cumpliendo el principal objetivo de mi viaje. Descendimos corriendo por la empinada colina y no habíamos avanzado ni siquiera dos kilómetros, cuando nos encontramos tres motocicletas de alto cilindraje, en las que venían seis hombres, armados con fúsiles y pistolas. Frenaron al frente de nosotros y se quedaron mirándonos, hasta que llegamos a su lado.

-         ¿Y qué hace la parejita de colombianos, en estas tierras tan frías? – Preguntó uno de ellos.

-         Vinimos a comprar el “gallo de oro” de ese tal Dionisio Pinzón, para mejorar el criadero que tengo en mi país.

Mis palabras como que les sonaron chistosas, porque los seis hombres soltaron la carcajada.

-         Sí que serás menso, tarado, ¿no has podido saber que, ese cuento de “el gallo de oro”, es una historia que escribió otro más menso que tú? ¿No será qué están trabajando con los güeros del Norte y vienen a ver qué estamos haciendo?

Cristina y yo estábamos asustados y no sabíamos qué decir.

-         ¿De qué parte de Colombia son? …

Preguntó, nuevamente, el que parecía el jefe, porque era el único que nos hablaba.

-         De Medellín Colombia y somos amigos de Pablo Escobar Gaviria, el jefe de jefes, señores – dijo Cristina, envalentonada, y otra vez los mejicanos se secaron de la risa.

-         ¿Tú eres bruta o qué, tarada? ¿Nunca te dijeron que a ese cabrón ya lo mataron hace 30 años?

-         ¿Y a vos nunca te contaron que nosotros somos los herederos del cartel de Medellín, que Pablo sigue vivo en las montañas de Antioquia, produciendo cocaína por toneladas y que nosotros vinimos a buscarlos, a ustedes, para que hagamos negocios sin intermediarios?

Los mejicanos se miraron como sorprendidos, mientras que Cristina sacó las bolsitas de cocaína y les dio, a todos, una muestra gratis. El ambiente se relajó, los hombres se bajaron de sus motocicletas y se dieron un pase con la calidad de los narcóticos más puros de Colombia y quedaron más erizados que un gato.

-         Híjole, qué mercancía tan buena.-. dijo el jefe, sin poder aterrizar del efecto electrizante del narcótico -. ¿Y cuánta tienen de esa?

-         Las toneladas que vos digas -. Contestó mi negociante profesional, mientras que yo acariciaba “el gallo de oro”, pensando en el problema en el que nos estábamos metiendo.

-         Oiga buey, ¿y de dónde es, usted, que está tan callado? ¿O es que no le está gustando este negocio?...

-         Yo también soy de Envigado, como les acabó de decir mi mujer -. Expliqué, poniéndole atención a la conversación para no molestarlos, pero el hombre preguntó inmediatamente.

-         ¿Envigado? ¿Qué es eso buey?

-         Es un pueblo que queda ahí, dentro del área metropolitana, mejor dicho, es como un barrio de la ciudad de Medellín, pero con administración independiente.

-         AH bueno, ¿pero sí estás de acuerdo con la negociación que estoy haciendo con la italiana, porque yo te veo como muy pensativo?

-         Sí, señores, háganle tranquilos -. Dije para acabar de empeorar la situación, porque le estaba entregando el poder a esa loca, que les dio el número de nuestros teléfonos fijos en Colombia, el número de nuestros celulares y la dirección de mi casa paterna en Envigado

-         La cosa está como buena – dijo, el jefe, como pensativo -. Señorita, venga usted conmigo, para el rancho, y el señor que se monte a la motocicleta contigo, Emiliano. Enseguida les mando una camioneta, para que los recojan a ustedes dos.

Nos subimos a las motocicletas y dejamos a los otros dos hombres que estaban armados con fusiles, esperando en el camino. Avanzamos como un kilómetro y medio, nos desviamos por un sendero a mano derecha, y empezamos a bajar hasta que llegamos a un rancho hermoso, que no se podía ver desde el camino principal. Había otros siete u ocho hombres y varias mujeres, unos armados con armas largas y los otros con pistolas en el cinto, como preparados para la guerra eterna en que vivían con la sociedad.

La música regional empezó a sonar en las torres de sonido, como por arte de magia. Las mujeres trajeron una botella de tequila, como unas diez o doce cervezas, copas de cristal, limones y unos recipientes con sal, y colocaron todo en la mesita central, de una acogedora sala, que estaba rodeada de poltronas de un cuero color marrón, como si se tratara de una fiesta. Las mujeres que eran bajitas y muy feas, se quedaban mirando a Cristina que, con sus uno setenta y cinco de estatura, se veía alta, delgada y hermosa, como una reina. Yo me senté en una de las cálidas poltronas, destapé una cerveza y esperé, observando a mi amada, que se quedó de pie, exhibiendo su piel bronceada y aguardando el jefe negociador, que se había ido acompañado de Emiliano, su hombre de confianza y el segundo al mando de la operación, a llevar mi “gallo de oro”, dizque a unos corrales muy seguros que tenían en las pesebreras de los caballos. El hombre estaba metido en los laberintos exteriores, dándole órdenes a todo el mundo, con una voz autoritaria, que se imponía por encima de la música regional.

Cristina llegó hasta mi lado, sirvió tres tequilas, partió dos limones, le echó sal a todas las mitades y me pasó una de las copas para brindar conmigo. Nos tomamos el ardiente licor y ella se quedó mirándome, cómo buscando una aprobación por lo que estaba haciendo, yo le guiñé un ojo y aprobé con un leve movimiento de cabeza, porque, al fin y al cabo, ella lo estaba haciendo bien. Llegó el jefe negociador y se tomó la copa de licor que estaba servida y…

-         Les vamos a vender el kilo de cocaína pura, a cincuenta mil dólares, puesto aquí, en este mismo rancho -. Le dijo la atrevida Cristina, que definitivamente me estaba llevando por los caminos de la perdición -. A ustedes les toca pasarlo al otro lado de la frontera, para que lo vendan por ciento veinte mil dólares, o más, en las calles de Nueva York. ¿Cómo te parece la propuesta?

-         El negocio pinta como bueno. ¿No más digan cuándo empezamos? – preguntó el hombre, visiblemente decidido, mientras que llenaba otra vez las copas de licor, para brindar con nosotros.

-         Bueno. Que sea lo antes posible, porque esta fiesta que vamos a hacer, para celebrar el trato, me la disfruto y me la vivo hasta mañana, si Dios quiere, pero necesitamos doscientos mil dólares por adelantado, para poderles traer los primeros diez kilos de esta mercancía. – dijo, Cristina, con mucha seguridad, mientras que tiraba un puñado de las bolsitas de muestra, sobre la mesa.

-         ¿Cómo así? - Preguntó el jefe, como sorprendido - ¿Es que nos van a cobrar por adelantado y nos van a estafar de frente?... ¿Es que nos vieron caras de mensos y nos quieren robar?

-         Qué pena, señor, pero esa es la estrategia para poder que nos paguen, porque si traemos la mercancía sin cobrar una parte, para verificar su interés y su seriedad en el negocio, de pronto, los domina la ambición y nos dejan tiesos en un hueco de estos montes, acompañados por la catrina de la muerte… Ya tiene nuestra dirección en Medellín y los números telefónicos, y nosotros, conociendo la bravura de los mejicanos, no vamos a arriesgar la vida de nuestros familiares por esa ridícula cantidad, ¿O, ustedes, creen que sí? – Les preguntó mi espectacular mujer, que no dejaba de pavonear su sensual figura, que tenía a todos esos mejicanos rodeándola y mirándola con deseo.

-         Bueno, vamos a hacer una llamada telefónica a Colombia, a ver qué tan sinceros han sido este par de angelitos, con nosotros, y vayan rezando lo que sepan, si es que nos han tratado de engañar.

Le pasaron un celular al imponente jefe, marcó al teléfono fijo de mi casa y lo puso en alta voz, para que todos escucharan.

-         Buenas noches, a la orden -. Contestó mi hermana al otro lado.

-         Buenas noches, el señor Jorge Soto, por favor.

-         Qué vergüenza, pero mi hermano no se encuentra, porque está de viaje.

-         ¿Y para dónde se fue el señor, porque yo le tengo que mandar unos gallos de riña que me compró y no tengo su dirección?...

-         Precisamente, se fue para Méjico, con su nueva mujer, dizque a traer otro de esos endiablados animales, pero anote la dirección de aquí de la casa, para que se los mande, que yo le digo a uno de los trabajadores, para que se los lleve para la finca mientras que él regresa. ¿Tiene un bolígrafo para que la anote?

-         Si, señora, díctela.

-         Carrera 42 número 39 B – 75 Barrio Alcalá de Envigado, Antioquia -. Terminó de decir mi ingenua hermana, que le daba nuestra información privada, a todo el que se la preguntara. Mejor dicho, yo estaba vivo era de milagro, rodeado por estas mujeres tan inocentes.

-         Muchas gracias, señora -. Dijo el mejicano y después cortó la llamada.

Se quedó mirando a Cristina, con una inmensa sonrisa en el rostro, como agradeciendo la sinceridad y la veracidad en todos los datos que ella le había entregado.

¡Ah, bueno! -, exclamó el Mejicano, sintiéndose más seguro, después del contacto telefónico -. Mañana les doy los doscientos mil dólares, pero si usted se maneja bien conmigo, italiana.

-         Yo soy una buena hembra, que siempre me manejo bien con todo el mundo –. Fue la respuesta de la atrevida mujer, que no me respetaba ni siquiera un poco.

Se armó una fiesta y todos empezaron a bailar con Cristina y con las otras mujeres de la cocina, que a mí no me provocaba ni mirarlas, porque eran bajitas, gordas y muy feas. Trajeron comida y licor en abundancia, y, la mujer mía, no dejaba de hablar con el mejicano mayor, que la fue alejando del grupo, mientras que yo, sin poder ocultar los celos que me provocaban, empecé a tomar tequila sin control. Todos estaban muy animados y aunque se portaban con educación y respeto, hacia mí, yo no podía ocultar el mal genio que me producían los coqueteos de mi mujer con el capataz. Transcurrió el tiempo y ya iban siendo las doce de la noche, cuando me levanté del sofá en el que permanecí completamente solo y le dije a Cristina:

-         Amor, vamos a dormir ya, que hoy nos levantamos muy temprano y ya estamos muy cansados.

-         Yo no tengo sueño todavía. Vaya que una de las chicas le muestra su habitación, que yo ahora le llego.

-         Guadalupe, vaya y acompaña al señor, al cuarto de huéspedes y se pone a su total disposición.

-         Bueno, don Cuauhtémoc -. Contestó la humilde señora, que por fin revelaba el nombre del mejicano que me estaba robando la mujer.

La humilde dama se fue delante de mí y me acompañó hasta uno de los cuartos más alejados, se paró al lado de la cama en la que yo iba a dormir y me dijo:

-         ¿Si usted quiere, me puedo quedar acompañándolo, para que no esté muy solo?

-         No, señora, muchas gracias -. Contesté, adivinando lo que me iba a pasar, después de ese ofrecimiento que me parecía como un obsequio de consolación.

Yo me acosté furioso y no pude dormir casi nada, escuchando la música y las risas de esa fiesta que no se terminaba. Cristina nunca vino a dormir a mi lado, como ya lo presentía.  El tequila que había ingerido y el cansancio, me vencieron y no supe nada más, ni de mi “gallo de oro” ni de esa perra de mujer mía, que ya me tenía sufriendo.

Amaneció un nuevo día, tan frío y tan gris, o inclusive más gris y más aburrido que el día anterior. Me levanté y fui a ducharme en el baño más grande y más elegante, que había visto en mi vida. Dinero sí tenían los mejicanos aquellos. Salí del baño, escuché que a lo lejos cantó mi “gallo de oro” y eso alegró un poquito mi angustiado corazón. Me vestí con la mugrosa ropa que vine y estaba terminando de arreglarme, cuando el tal Emiliano, que era el segundo manda más, me dijo:

-         Señor, que cuando quiera puede pasar al comedor, que el desayuno ya está servido.

-         Bueno, muchas gracias amigo.

Avancé por el pasillo en busca de la cocina, en la que las mujeres estaban sirviendo el desayuno para el máximo jefe, que estaba sentado en un amplio comedor con la que, hasta la noche anterior, había sido la mujer de mis sueños. Cristina me miró a los ojos, como suplicándome tranquilidad y con un movimiento casi imperceptible, me señaló la silla para que me sentara a su lado, mientras que empezaba a decir:

-         Perdón amor, pero es que anoche me quedé todo el tiempo hablando con los muchachos y no te quise despertar porque, legalmente, con todo el trajín que hemos tenido todos estos días, tú si debes de estar muy cansado… En este sobre están los doscientos mil dólares, para que traigas la mercancía de Cuauhtémoc, porque “el gallo de oro” y yo, nos tenemos que quedar aquí, como prenda de garantía, hasta que tú regreses con la cocaína.

-         ¿Cómo así? – pregunté, levantándome furioso y golpeando la mesa.

-         Tranquilo buey -. Dijo el brabucón sin alterarse -. No estarías pensando que yo los iba a dejar marchar con doscientos mil de los grandes, sin pedir nada a cambio, que me garantice el regreso de lo mío, ¿o sí?...

-         Tranquilo, amor, que Cuauhtémoc nos va a cuidar mucho, mientras que tú regresas por nosotros.

Dijo la perra hija de prostituta, que estaba vestida con un traje muy sensual, colorido y vaporoso, como esos que usan las indias wayú de la guajira colombiana. Esta vez me tuve que serenar, porque cómo me iba a envalentonar, en la mitad de una docena de hombres armados con fúsiles, que protegían al malparido ese. “Bueno, por lo menos yo iba a tener los dólares, porque esa perra no valía todo ese dinero” Pensé, con la boca reseca por la furia. Recibí el sobre y me puse a contar los billetes, mientras que me servían un desayuno con café, jugo de naranja, huevos fritos con jamón, queso, pan y tostadas con mantequilla. Empecé a desayunar muy molesto, pero el jugo de naranja y los huevos, me ayudaron a tranquilizarme un poco, porque, al fin y al cabo, esa mujer no era nada mío, aunque me daba rabia y me hervía la sangre al saber que había amanecido en otra cama.

Respiré profundamente y traté de no perder la calma, porque era inaudito que yo, después de casi haber muerto en la unidad de cuidados intensivos de mi amado pueblo de Envigado pluricultural cuna de artistas, después de haber descubierto la grandiosidad del ser humano con el dominio de la telepatía, la clarividencia y la precognición, me estuviera metiendo hasta el pescuezo en un negocio de narcóticos, que sólo traen muerte y destrucción a los jóvenes de nuestras sociedades, que deberían estar luchando, trabajando y estudiando, para superar los problemas que hemos tenido, a través de la historia, por culpa de la ambición desmedida de los países imperialistas, que han convertido la muerte en el más grande de los negocios. Muerte económica, social y física, a la que hemos respondido, los colombianos y los mejicanos, con las drogas ilícitas, que carcomen y destruyen por dentro, a esa sociedad tan desarrollada y tan exitosa, como lo es la de los Estados Unidos de Norteamérica. No puede ser que yo, que me considero un hombre evolucionado, que ha comprobado la eternidad de la consciencia humana, que ha podido comprender que todo va más allá de lo que nuestros limitados sentidos perciben, me esté enredando en un problema de semejante magnitud, por andar buscando el don divino del amor, que me enciende espiritualmente, para que mi alma y mi cuerpo disfruten de esa inmensa felicidad que he podido sentir en “la plaza Garibaldi” en los brazos de esta hermosa reina, que ya cambió de dueño y que se está perdiendo en los oscuros túneles de la ambición. En estos últimos días, he llegado a ser un maestro de los placeres embriagadores que me brinda la piel bronceada y firme, de la más hermosa de las mujeres. Me dejé enredar por la confidencia sentimental, por las miradas voluptuosas y, supuestamente enamoradas, de la más lujuriosa, atrevida y ambiciosa de las chicas modernas, cuando la boca sensual y dulce, de la ahora indiferente Cristina, me despertó la incontrolable pasión del deseo carnal que me nubló la razón, porque ese instinto animal bloqueó todo el proceso evolutivo de mi conciencia y ni siquiera, el método científico, que me esforcé por aprender en la universidad, me ha podido ayudar a evitar el deseo bestial de poseerla. Yo, que soy consciente de que la realidad física en que vivimos, es apenas el producto de la actividad mental del pensamiento, no me puedo estar metiendo en la más ruin y peligrosa de las actividades económicas, que llevan al ser humano a la máxima degradación y a la muerte definitiva. Cristina era un amorío fácil, que me entregó su cuerpo juvenil sin ninguna vacilación, esperanzada en el crecimiento económico y social, que la sociedad le negó en otras latitudes. El deseo de acumular riquezas materiales, es una obsesión salvaje que les está siendo dictada a todos los jóvenes, todos los días, por los medios de comunicación y por las redes sociales, y ella fue otra víctima de ese sueño de solidez económica y de grandeza, porque ella me expresó con claridad todos sus planes, y yo, con la mente nublada por el movimiento sensual de sus carnes ardientes, me perdí en la perfección de sus senos orgullosos y marché de frente por el camino de la perdición, en el que ahora me encuentro, sentado en esta mesa fría y rodeado de hombres armados hasta los dientes,

¡Viajemos a Méjico!

¡Toma mi vida y mis conocimientos, pero dame tu cuerpo joven y vibrante!

¡Y aquí estamos, metidos en el negocio de la muerte hasta el pescuezo!

El narcotraficante mayor se sentó a mi lado y me dijo:

-         ¿En qué piensas, tanto, buey?... No vayas a pensar que yo estoy teniendo amoríos con tu mujer. Anoche nos tomamos unos tragos y cuando ya estábamos muy borrachos, tu chica se fue a dormir con las mujeres del servicio, que la adoptaron como una más de nuestra querida familia y hasta le prestaron ropa, para que se cambiara la que ya tenía muy sucia.

Yo no le contesté nada y me quedé mirando el azul del cielo infinito, mientas que escuchaba el cantar inconfundible de mi “gallo de oro”

-         Mire colombiano, vamos a ser sinceros -. Me dijo el narcotraficante, en una voz muy baja que yo apenas alcanzaba a escuchar, como molesto con mi silencio incomodo -. A mí me gusta Cristina y, por lo que me dijo anoche, y yo no le soy indiferente. Póngale precio. ¿Dígame cuántos dólares quiere, para que usted se largue con su famoso “gallo de oro” y me deje aquí con su amiga?... Porque según lo que ella me platicó, ustedes dos no tienen nada de amores y son sólo amigos de negocios.

-         Yo lo miré con furia, pero seguí con mi silencio, para que el hombre me contara qué es lo que había pasado en la anterior noche de mi insomnio.

-         Ya le entregamos doscientos mil dólares y le voy a dar otros trescientos mil más, para que se vaya y nos deje en paz, y no me vaya a decir que esa muchachita vale más de medio millón de dólares, porque en Colombia, usted, puede conseguir cuatro o cinco mejores que ella, con ese dinero, ¿o no?

Aquella propuesta directa me sorprendió, porque, de aceptarla, se acababan todos mis problemas y podía regresar a Colombia muy rico, con todas las necesidades económicas satisfechas y libre de todos los problemas en que me había metido mi hermosa princesa, que, a pesar de todo, me tenía como enamorado.

Me sentí tentado a aceptar la propuesta, pero después de sentir un dolor en el pecho, físico, real, que me hizo darme cuenta que estaba enamorado de la “lolita” traicionera, sólo atiné a preguntar:

-         ¿Lo puedo pensar hasta mañana?... Pero, de todas maneras, me llevo mi consentido “gallo de oro”, porque con ése si no quiero negociar.

No se dijo nada más, el hombre se levantó de la silla, le dio la vuelta a la mesa, fue y tomó a Cristina de la mano, y se marcharon por el inmenso corredor, que me pareció más largo y más profundo que mi dolor de macho lastimado.

Cuando la hermosa chiquilla, me metió en esta peligrosa aventura, no había pensado en sentir un afecto sincero por ella, y yo no me había dado cuenta que la amaba, hasta que sentí este profundo dolor de su traición, hasta que sentí la angustia y el desamparo, viéndola caminar tomada de la mano con ese ridículo sujeto, por los pasillos largos y fríos de esa finca de perdición. Y fue la noche pasada, la primera vez en que ella se alejaba de mí, cuando empecé a viajar en la locura del desamor, del orgullo herido y de los celos incontrolables, ahora sólo quiero asesinar ese hombre rodeado de guardaespaldas o morir en el intento.

Al través de las vidrieras inmensas, contemplé la solidez de los fuertes eucaliptos y me sorprendí de que también existieran en el país de las rancheras. Definitivamente, Méjico era muy parecido a Colombia y comprendí porqué, Gabriel García Márquez, se había quedado viviendo en este hermoso y colorido país, después de que la burguesía corrupta y terrateniente, asesinara a “el caudillo del pueblo” Jorge Eliecer Gaitán y lo desterrara, a él, cuando protestó por las masacres de las bananeras y el asesinato masivo de los campesinos que reclamaban por los derechos humanos.

“El gallo de oro” no volvió a cantar y un silencio incomodo flotaba en el ambiente, en el que Emiliano, el hombre de confianza del jefe y todos los otros sirvientes, me miraban compasivos, porque todos sabían que me la noche anterior me habían quitado la mujer. Mi alma confundida tuvo reflexiones agobiadoras que me auto flagelaban.

¿Qué te pasa con esa jovencita que te domina con sus pasiones?...

¿Es que no tenías claro tu propio destino, después de la terrible enfermedad que sufriste?...

¿Y qué pasó con tu evolución consciente hacia la eternidad?...

¿Qué pasó con la iluminación que estabas logrando después de haber renunciado a la gloria, a los deseos de triunfo y a tus sueños de ser una celebridad?...

Insensato.

¡El lazo que te une a las mujeres, es solamente el de la pasión, entonces, ¿por qué te agobias con la traición de esa mujer desvergonzada, que se acuesta con un hombre que apenas acaba de conocer?...

Te engañas porque quieres, porque le atribuyes, a esa mujer, virtudes que no posee… Tú que sabías que lo ideal no se busca, porque lo que se sueña lo lleva uno mismo dentro de sus expectativas. ¿Si ya calmaste el antojo de poseerla, qué mérito tiene ese cuerpo que se entrega a cualquier clase de hombre?...

-         “Es que el alma de Cristina no te ha pertenecido nunca, y aunque creas ver sus miradas amorosas, te hayas tan lejos de ella, como de tu propia cordura”-. Me decía yo mismo, en voz alta, completamente desquiciado por el dolor de haberla perdido.

Esa tarde me sentí derrotado y no era que mi hombría fuera inferior, a la del mancebo ése, sino que empezaba a invadirme la furia contra esa perra, por ser una mujer tan fácil. Puse mucho empeño en poseerla y en satisfacerla, realizando enormes esfuerzos, pero, después de la locura de este viaje y de hacer el amor con ella, hasta el cansancio, ¿qué sigue después, si ella no tiene valores morales?...

Méjico no me asustaba con sus espeluznantes historias de narcotráfico, porque el instinto aventurero y violento de nosotros, los colombianos, me llevaba a desafiarlas, seguro de que saldría triunfador de aquella tierra tan parecida a la nuestra, porque sentía la nostalgia del pasado violento que nos había enseñado pablo Escobar, porque cuando estos campesinos mejicanos se dedicaban a cultivar maíz para poder vivir, los antioqueños de Medellín, ya habían puesto de moda “la corbata colombiana” en las calles de Newyork. Pero Cristina me tenía anclado como un peso muerto, caminando detrás de un hombre muy feo y más bajito que ella. ¡Sí al menos fuera más despierta, menos inocente, más sagaz! Pero es que esa pobre mujer salió de Venezuela, en condiciones económicas muy deplorables, con un gran afán de trabajar y de conseguir dinero cómo fuera.

En toda mi vida, nunca había sido tan sumiso, como en esta relación disfuncional, porque en este amor he avanzado sin pensar, incapaz de manejar las cosas, para llevar la ventaja, y, ahora, estaba atrapado, en una finca de mejicanos armados hasta los dientes y sin saber qué hacer. Era necesario pasar otra noche en aquella finca, mientras que tomaba una decisión, porque no podía abandonar esa muchachita, en las garras de esos salvajes que la iban a destrozar en mil pedazos.

Varias veces me sentí tentado a largarme con los quinientos mil dólares y con mi “gallo de oro” para recuperar la libertad del espíritu, que había perdido al enamorarme de esa mala mujer.

Esa misma tarde, Cristina vino a conversar conmigo y me contó que el dueño de la finca le había preguntado que si éramos esposos legítimos, o meros amigos, y que la había convencido con regalos para que se quedara con él.

-         ¿No crees, Cristina, que estamos jugando con fuego y que estamos buscando el camino de la muerte sin necesidad?

-         Yo pensé que tú eras un hombre más valiente y que tenías claro, que aquí vinimos fue a conseguir dinero y nada más… Me haces el favor y vas a recibir los trecientos mil dólares más, que te ofreció el mejicano, después te vas tranquilo para Colombia con tu famoso gallo de pelea y compras los diez kilos del alcaloide, que yo, exactamente, dentro de quince días exactos, te caigo por allá, para que los traigamos por el tapón del Darién.

Esas palabras de mi hermosa mujer me dejaron pasmado, porque ella ya sabía de la negociación, supuestamente secreta, que me había propuesto el mejicano.

-         Amor, yo no te puedo vender por ningún dinero en el mundo, porque ese sería un trato definitivo y no estoy dispuesto a perderte, porque te esperé mucho tiempo para encontrarte y ahora te amo con todo mi corazón -. Le dije, abrazándola con una desesperación sincera.

Ella me apartó con brusquedad y me dijo sin ninguna compasión:

-         Primero que todo, nosotros dos no somos nada y no tenemos ninguna relación amorosa. Lo de nosotros han sido solamente negocios, porque… ¿Cuándo te he dicho que te amo o que me quiero casar contigo?... Nunca.

-         Tú sabías que yo me estaba ilusionando contigo – expliqué desesperado -, y no me vayas a decir que anoche hiciste el amor con ese enano tan feo.

-         Por favor, no te pongas a preguntar cosas que no quieres escuchar, porque ahí donde lo ves, ese hombre tan chiquito también tiene lo suyo.

Aquellas palabras penetraron, como una daga, hasta el fondo de mi corazón, al sentirme traicionado por la sensual mujer que despertaba tantas emociones en mi pobre humanidad. Me quedé mirándola con furia, pero guardé silencio y ella continuó diciendo al notar mi sincera aflicción:

-         Tranquilo amor, que yo sí te amo, pero tienes que continuar adelante con el negocio, porque con esas rabietas tuyas, lo vas a arruinar todo. Mañana de madrugada, te vas para tu país, le llevas “el gallo de oro” a las gallinas y pagas nuestras deudas, compras la mercancía y me guardas la mitad de los dólares que te sobren, porque esos son los míos y los necesito para comprar un apartamento en las islas Margarita de Venezuela… ¿Te queda claro?

-         Sí, mi reina, pero es que…

-         Nada de peros y aprende a comportarte como un hombre, porque ya estás muy viejo. ¡Déjame en paz! ¡Qué de ti no quiero nada más!… Yo quiero buscar mis propios caminos, porque tú y yo, sólo hemos sido amantes y, además, Cuauhtémoc me contó que amaneciste en amoríos con la india que él mandó para que se pusiera a tu disposición, cuando te acompañó hasta aquí, mejor dicho, yo no vuelvo a Colombia jamás y contigo no voy a ninguna parte. -. Fue lo último que me dijo mi hermosa “Lolita”, antes de marcharse a toda prisa por el pasillo y dejándome con mi orgullo de hombre herido.

La certeza de que la malparida estaba teniendo un amorío con el pitufo, me sumergió en una profunda tristeza, porque ella me había dicho, de frente, que nosotros no teníamos nada. Cristina estaba muy necesitada cuando aparecí yo, y, entonces, buscando una oportunidad de vivir, se lanzó en mis brazos, tratando de fortalecer sus finanzas y de esa manera íbamos, porque yo, el insensible que me las quería comer a todas, ahora estaba enamorado de una perra y sufriendo por ese amor. Me fui derecho a uno de los bares de la finca, porque en todos los salones había licor, y cogí una botella de ron cubano, un par de coca colas frías y unos cuantos cubos de hielo. Después me fui para el cuarto, a tomar de ese veneno y a escuchar la música regional que empezó a sonar en los altoparlantes, como para celebrar el desplante y la ruptura, que había realizado la desagradecida e insensible, Cristina, conmigo. Me tomé casi todo el licor de la botella y maldije esa mala mujer, hasta que mis ojos empezaron a cerrarse por el cansancio y me tuve que acostar a dormir, para no pensar más, en la que se había convertido, en la mujer de mis sueños.

A media noche sentí que alguien me agarraba del pescuezo y que me tapaban la boca, como para asesinarme asfixiado, sacudí las piernas con fuerza y me dispuse a luchar por mi vida cuando…

-         Soy yo, amor.

Reconocí la voz y el perfume de mi amada, aunque ya la había golpeado una o dos veces.

-         Vine a traerte el resto del dinero y a despedirme de ti, porque ahora soy la mujer de Cuauhtémoc.

-         No, amor, no me hagas eso -. Chillé desesperado en medio de mi embriaguez.

-         Tranquilo, amor, que yo siempre voy a ser tuya, pero negocios son negocios, ¿o no?... Mañana, a las seis de la madrugada, va a estar Emiliano, el abogado de Cuauhtémoc, esperándote con una camioneta, para llevarte al aeropuerto de la ciudad de Méjico con tu maldito “gallo de oro”, para que vueles en busca de los diez kilos de la mercancía. También me haces el favor y me guardas los ciento cincuenta mil dólares, que me corresponden de mi traspaso, y tranquilo que yo si te amo y te voy a amar por el resto de mi vida, porque tú eres el mejor… ¡A Dios!

Fue lo último que me dijo, se quedó mirándome, me dio un beso largo en la boca, que me supo a chicle de sandía y a licor. Se le notó que estaban celebrando lo de mi partida. Coloqué el dinero en la mesita de noche y me acosté para seguir durmiendo.

Al otro día, vino y me despertó una mujer del servicio, me trajo el “gallo de oro” metido en un bolso de mano tan pequeño, que solamente había espacio para que sacara la cabeza. También me trajo ropa nueva, para que me cambiara la que tenía, porque estaba muy mugrosa. Me bañé de prisa, me vestí, guardé los dólares en los bolsillos del pantalón, cogí el bolsito con el “gallo de oro” y me marché, con Emiliano, el tal abogado de la organización, que era otro hombre pequeño y con cara de indígena, para el aeropuerto y volé para mi querido país, sin que nadie pusiera problema ni por el animal que llevaba oculto en el bolso de mano ni por la inmensa cantidad de dólares que llevaba en los bolsillos, dejando atrás el amor de esa mujer a la que tanto quería.

Llegué derecho a los corrales con mi “gallo de oro” y lo metí con las cinco mejores y más hermosas gallinas, y empecé a sentir una inmensa soledad, en esa finca que antes era tan agradable para mi…

Pensé mucho en mi amada Cristina y me dolía en el alma que tuviera una relación con otro hombre. Hacía muchos años que no sentía el amor que estaba sintiendo por ella y decidí que la tenía que recuperar, cueste lo que me tuviera que costar, aunque tenía mis inquietudes y reservas, con aquel maldito negocio en el que nos estábamos metiendo.

¿Por qué me inquieta tanto el futuro de jóvenes que no conozco y que nunca voy a conocer, cuando tenemos proyectado un negocio tan grande? – Me preguntaba tratando de ignorar la voz profunda de mi conciencia, que no me dejaba avanzar en paz -. El hombre con mucho dinero, tiene todo al alcance de su mano, como lindas mujeres, autos lujosos, mansiones, reconocimiento social y no puedo dejar que todas esas cosas maravillosas, pasen ante mis ojos, por una ridícula reserva moral que me quiere llevar por el camino de la santidad. Es muy traumatizante la situación y lo único que me atemoriza, lo único que me detiene, lo único que me incomoda, es traspasar esa línea imaginaria, que siempre remarcaron mis padres cuando me decían desde la infancia, que tenía que ser buena persona y “has el bien y no mires a quién”, pero es que yo, consiguiendo dinero rápido y fácil, me estoy haciendo el bien a mí mismo y a mi amada Cristina. Yo no le voy a hacer mal a nadie en particular, porque sólo vamos a comercializar un narcótico suave, para que los muchachos de Norteamérica le pongan un poquito de brillo y de placer a sus fiestas. Si ellos se vuelven adictos a la cocaína, es problema de ellos y no es culpa nuestra, porque nosotros no les vamos a decir que se exageren con el producto.

-         “Maldita sea, ¿por qué me siento culpable sí, yo, sólo voy a ser un intermediario comercial, en un negocio común y corriente” – Me decía yo mismo, en voz alta y con una extraña desesperación interior -. ¿Entonces los que venden licor, o cigarrillos, o las carnes frías que contienen nitratos, nitritos, aminas biógenas y nitrosaminas, que aumentan el riesgo de contraer cáncer, qué?... ¿También ellos deberían terminar con sus rentables negocios?... ¿Y los que venden armas qué?... “Tanto pensar, ya está siendo demasiado divagar y ese ha sido mi mayor problema, y es por esa ridícula moralidad que nunca he podido acumular grandes cantidades de dinero, grandes propiedades y riquezas, porque también me parece inmoral poseer mucho, mientras que otros no tienen ni siquiera un bocado de comida, como lo hace el santo padre de Roma, que permanece sentado en una silla de oro maziso, mientras que los niños se mueren de hambre de desnutrición en Argentina, en Colombia y en toda latinoamérica. Mientras que pienso todas estas bobadas, no hago nada que me lleve a la riqueza fácil y rápido, y no hacer nada, es lo que me da tiempo de pensar en la grandiosidad de la espiritualidad humana, que no me quiere dejar traspasar esa delicada línea que existe entre lo moral y lo inmoral”.

Desde que empecé a disfrutar del cuerpo hermoso y perfecto de Cristina, cogí la extraña costumbre de hablar, conmigo mismo, en voz alta, de pasar días enteros encerrado en mi cuarto, penando cosas trascendentales porque, ¿qué necesidad tengo de ser un narcotraficante, para poder disfrutar de la compañía de una hermosa dama, si en la tierra existen muchas mujeres buenas, que se pueden conformar con el humilde producto de mi trabajo como caballista, como gallero y como agricultor?... Me gustan las fincas, me gusta el campo y todos mis amigos tienen humildes y buenas mujeres, que viven felices con la vida sencilla y amorosa que ellos les brindan y yo, ¿cómo he venido a enamorarme de esa perra? ¿Seré capaz de ser un vendedor de esas drogas que matan?... La hermosa Cristina fue la de la idea, pero yo nunca lo he pensado en serio, yo me fui para                                       Méjico a buscar “el gallo de oro” y a pasar una luna de miel con mi futura mujer, pero, ¿entonces por qué continuo con este juego macabro y porqué me siento tan enamorado de esa sinvergüenza?... De ninguna manera me involucraré en el negocio de los estupefacientes. Todo ha sido un juego para seguirle la corriente a esa loca, y para poder disfrutar de su cuerpo joven, bronceado y hermoso. Todo ha sido una fantasía que me divirtió, pero ahora se ha quedado secuestrada mi hermosa mujer, enredada en esa finca de los mejicanos. Todo es un juego para mí, un juego y nada más que un peligroso juego.

El clima era agradable. Desde que llegué a Envigado pluricultural cuna de artistas, no había parado de llover, pero a mí me gusta la lluvia. Estaba en las pesebreras de la finca, llevándole un poco de cuido a los caballos de mis amores, que recuperé después de pagar la deuda en la que me metí para poder viajar y aunque el día estaba un poco nublado, me puse a recolectar mandarinas, guayabas, mangos y aguacates. Quería sentirme mal, pero esta tierra paradisiaca en la que nací, transpiraba amor y felicidad por todos lados, porque, ¿quién podía sentirse triste comiéndose un mango madurito, dulce y delicioso?... De mis labios estaba brotando una sonrisa permanente, porque recordaba el juego engañoso en el que involucré a la hermosa “Lolita” de mis sueños, que me había ayudado a conseguir medio millón de dólares. Si ella hubiera querido ser modista, para que confeccionara vestidos y cojines hermosos, si ella hubiera querido tener un salón de belleza, si ella hubiera deseado con tener una empresa de cosméticos, si ella hubiera seguido estudiando su carrera de abogada, yo, con toda seguridad, la hubiera patrocinado con todos sus deseos, pero el sueño que ella tenía de ser una narcotraficante, me estaba alejando de la hermosa princesa que, dicho sea de paso, era muy alta y hermosa. Tenía el cabello castaño oscuro, una piel dorada, ojos grandes, una boca carnosa muy dulce, piernas largas, un abdomen perfecto, senos medianos y una cadera espectacular. Muy parecida a la famosa Laura Pausini, que era dizque prima segunda de ella, pero con veintitrés años nada más. Sinceramente, la tentación fue demasiado grande para mí, que ya no soy un adolescente. Desde el día en que mi hermano me la presentó, caí en un profundo desvarío o, mejor dicho, en una profunda locura, y desde ese momento viví mi vida sin analizar nada, más exactamente, sin querer comprender nada, porque sólo quería saciar mi apetito sexual con esa maravillosa mujer, sin importarme nada más. Aunque yo sabía que esa aventura me iba a llevar a la muerte financiera y física. La atracción que ejercía sobre mí, era total y las ideas empezaron a enrollarse en mi cerebro, porque lo único que deseaba era regalarle el mundo entero, a mi querida Cristina. En esos primeros días en que la conocí, le compré helados, ensaladas de frutas, ropa interior muy sexy, zapatos, vestidos y todo lo que nuestro humilde negocio me permitía regalarle. La matriculé en la universidad de Medellín para que estudiara derecho y aunque ella demostró mucho talento, en esos pocos días en los que estudió, el afán de ser inmensamente rica, le hizo perder la oportunidad de progresar lentamente y de ser una genial abogada.

Fuimos de compras a los mejores centros comerciales de Medellín, y en todos ellos se convertía en el centro de atención. Muchos hombres se le acercaban sin respetar mi presencia y le pedían que les dijera su nombre, número telefónico y la dirección de su residencia. La competencia era tenaz, porque esa mujer podía conquistar el hombre que ella quisiera. En todas partes llamaba la atención y, con su amabilidad y coquetería, se convertía en una especie de imán para los hombres.

Un día en el que todavía estábamos vendiendo las hamburguesas, pero ya preparados para volar a Méjico y para ingresar al cartel de Sinaloa, nos encontrábamos escuchando música y tomándonos unas cervezas, cuando pasó un amigo mío en un carro, y me gritó:

-         Oiga, Jorge Soto, ¿qué es esa fiesta y esa mujer tan hermosa, estás metido en la mafia del narcotráfico o qué?

“Me lo imaginaba – pensé completamente asustado -. Si vamos a ingresar en el negocio de los alcaloides, no podemos estar derrochando dinero y felicidad, delante de los pobres, porque cosas tan poco comunes, en estas sociedades puritanas, como lo es una rumba insignificante, puede llevar a la ruina al negocio grande del narcotráfico. En ese negocio no nos podemos comportar de forma extraña, porque nos van a recordar, nos van a perfilar y será una pista para judicializarnos, cuando necesiten un chivo expiatorio para extraditar a los Estados Unidos de Norteamérica, porque los verdaderos dueños del negocio, son y han sido, los burgueses tradicionales y los más grandes políticos de este país. Los productores de los narcóticos no son, ni fueron, comercializadores al menudeo como Pablo Escobar y el chapo Guzmán. El narcotráfico fue y seguirá siendo una política del estado colombiano, y de la burguesía tradicional y corrupta, porque la inmensa cantidad de dólares que llegan al país, por la famosa ventana negra, con la venta de este producto ilegal, no se puede comparar ni con el café, ni con el petróleo, ni con el oro, porque se generan de una forma muy fácil, con el cultivo de unos arbustos sencillos, que no incrementan el calentamiento global y no acaban con nuestros recursos naturales no renovables. La verdad es que debemos guardar un bajo perfil y llamar la atención, lo menos posible, si es que vamos a continuar con ese lucrativo y peligroso negocio, que es el mejor negocio del mundo.

¿Por qué ponemos la música tan ruidosa, en una venta de hamburguesas?... ¿Y por qué va a estar vestida cómo una reina, la vendedora del negocio, que apenas hace unas pocas semanas, estaba vendiendo cosas de segunda para medio comer?... Esos son los pequeños detalles que lo perfilan a uno, ante los agentes encubiertos de la DEA que, por supuesto, están trabajando camuflados en la ciudad de Medellín, que continúa siendo la capital mundial del narcotráfico, porque aquí es donde sigue viviendo el jefe de jefes señores, que es el dueño de la producción mayoritaria del alcaloide.

Bueno, ya estoy siguiendo estrategias, para un proyecto en el que ni yo mismo quiero creer. Mi heredada audacia, de los antioqueños viejos, que siempre nos dijeron:

-         En la vida hay que conseguir dinero honradamente, pero si no se puede conseguir honradamente, entonces de todas formas hay que conseguir el dinero.

Desde pequeños nos enseñaron a trampear en el juego, porque dizque el que juega limpio queda limpio y esa es una práctica monstruosa de nuestra gente paisa, que solamente servía para lanzarme en un negocio que mi inteligencia no me iba a permitir realizar.

Ahora, dos días después de haber llegado a mi país, desde Méjico, estaba mirando las cosas de otra manera, cuando empecé a sentir el vacío y profundo dolor que me producía la ausencia de mi reina, y a pesar de mi irresolución, me estaba acostumbrando, poco a poco, a llamar negocio a aquella terrible aventura y aunque sabía que esa era mi perdición, la tenía que llevar acabo, porque ya me estaba gastando los quinientos mil dólares, y también para poder recuperar a mi adorable Cristina.

Al tercer día me propuse ir hasta el barrio Antioquia, donde los herederos de Griselda Blanco, que son los que siguen comercializando la cocaína que producen los Uribe, los Turbay, los Ochoa y los Galeano, en “Tranquilandia”, un caserío en plena selva del Caquetá, que es como “las vegas” del narcotráfico. Mi agitación crecía a cada paso y el deseo de ver, nuevamente, a mi hermosa mujer, me obligaba a hacer cosas que nunca me imaginé. Con el corazón muy agitado y sacudido, todo el cuerpo, por un temblor incontrolable, me metí por un callejón sin salida, en pleno barrio Antioquia y le pregunté a unos muchachos por Camilo alias “Berrinche”, el máximo heredero de la fortuna y del poder del difunto Jhon Jairo Velásquez Vásquez alias “Popeye”, porque por allá, en el año 2016, cuando yo trabajaba en un restaurante de comida mejicana, conocí al tal “Berrinche” que era el que estaba mandando en un combo nuevo, de Belén alta vista y del barrio Antioquia, respaldado por “Popeye” el famoso sicario Pablo Escobar Gaviria que hacía poco tiempo había salido de la cárcel. La calle estaba muy oscura y no había casi gente, apenas tres o cuatro muchachos en la esquina del fondo, a los que les dije:

-         Le pueden decir a don Camilo, que si le puedo hablar de un negocio bueno.

-         ¿Don Camilo?... ¿Y quién es ese? -. me contestó uno de ellos, mirándome como extrañado.

-         El que le decían “Berrinche”, el amigo del difunto “Popeye”- Expliqué.

-         A ese lo mataron desde hace tiempo. ¿Usted en qué mundo vive pues, don Jorge? – me preguntó aquel muchacho con sarcasmo, llamándome por mi nombre, cómo si me conociera desde antes. Era un joven debía de tener como unos dieciséis o diecisiete años y medía como uno noventa de estatura -, ¿Usted no se acuerda de mí?... Yo soy Simón, el hijo de Fernando “Cosiaca” y cuando yo era un niño, usted nos dejaba coger los limones de su finca, allá junto de “la catedral” de Pablo Escobar.

Con mucha alegría reconocí en el rostro de aquel muchacho, a uno de los dos hijos de aquel buen hombre que trabajó en mi finca y que también nos hizo muchos viajes, con la moto carga, en el negocio de las cosas de segunda.

-         Qué felicidad saludarte Simón y ver que te has convertido en un hombre tan grande… Necesito que me hagas el favor y hables con tu patrón, para que me venda diez kilos de cocaína pura, que yo te doy una buena propina.

-         Patrón no, don Jorge, es con la patrona, porque ya la que nos manda es Patricia, la exmujer del difunto “pinocho”, ese que era amigo suyo, al que mataron los paramilitares al frente del castillo.

En aquel suburbio no se hablaba si no de difuntos y difuntos, pero el buen Simón y sus secuaces me llevaron los diez kilos de la mejor mercancía, hasta la finca, y me di el lujo de pagarles cuarenta millones de pesos, el equivalente a unos diez mil dólares, con una transferencia bancaria.

Definitivamente, el negocio de las drogas ilícitas se había modernizado, y, con el nuevo presidente, casi todos los controles habían desaparecido y se vendían narcóticos con mucha facilidad, para todo el mundo, porque estamos en la más grande de las abundancias, de una extraordinaria mercancía que se está produciendo casi libremente.

Coloqué los diez kilos de cocaína sobre el ropero de mi habitación y como estaba lloviznando nuevamente, me acosté en la tibia cama, desde la que pude observar la extraordinaria blancura de esa mercancía con reflejos diamantinos.

-         ¡Qué repugnante es este negocio macabro!

¡Dios mío! ¿Cómo es posible que yo, que soy consciente de la eternidad del espíritu humano, vaya a comercializar con las drogas que destruyen a los jóvenes de estas sociedades capitalistas? – Me dije en voz alta, completamente desesperado -. No puedo ser tan miserable, de participar en el negocio de la muerte. ¿Por qué me estoy dejando llevar por los sueños de ambición y los sueños de grandeza, de esa hermosa mujer?... Esa idea es repugnante, loca, monstruosa y horrorosa. ¿Cómo he sido capaz de aceptar esos quinientos mil dólares, que me involucran directamente en el negocio?...  ¿Por qué, después de haber disfrutado de los besos y de las caricias, de la hermosa “lolita”, durante todo ese tiempo, que debió de ser suficiente para mí, no la dejé continuar en paz en su romance con el mejicano?...

La sensación de profundo disgusto, que me oprime y que me ahoga, cuando pienso en los jóvenes que se van a volver adictos con esta maldita droga, que después, cuando se les cabe el dinero, se van a poner a delinquir para poder inyectarse heroína hasta la muerte, se convertía en algo insoportable para mí. Tenía dos extraños dolores en el pecho, que nunca antes había sentido, por un lado, estaba el dolor cuando pensaba en mi hermosa reina que debía estar gimiendo de placer en los brazos del mejicano, y por el otro, sentía la angustia de estar ingresando, sin querer, en el negocio más sucio, bajo y desleal, que el ser humano haya podido imaginar. Sinceramente, no puedo encontrar las palabras precisas para expresar la turbación y el disgusto que siento, conmigo mismo, cuando continuo en este macabro negocio sin querer.

Me fui para el parque de mi adorado Envigado, tratando de librarme de los terribles pensamientos que me torturaban sin cesar. Iba por la calle, recibiendo las gotas de lluvia que estaban cayendo sobre mi rostro, pasé por la “Casa blanca” de la genial Débora Arango Pérez, que fue muy amiga mía, por allá en el año 1988 y pensé en su filosofía de amor, de bondad y de respeto, y sentí vergüenza de mí mismo, porque no podía ser, que no hubiera aprendido nada de la genial pintora, que siempre anduvo en búsqueda de la grandiosidad humana. Salí corriendo completamente atemorizado, antes de que mi espectacular amiga me viera desde el cielo y me convirtiera en la pintura de un perro. Había muy poca gente y hasta los autos habían desaparecido. Me fui en busca de una taberna, en busca de otras mujeres que borraran la imagen de esa Cristina que tenía atravesada en el alma y, veinte metros antes de llegar al parque principal, me introduje en una licorera en la que había varias personas bebiendo y escuchando música. Me senté en la barra y pedí un trago de ron y una coca cola, a uno de los dos humildes hombres que atendían detrás de la reja, que seguramente los resguardaba de los clientes y de los delincuentes. La sed me abrasaba y me tomé la mitad de la coca cola de un solo sorbo. Vacié el ron de la copa en un vaso, le eché un poquito de coca cola y me lo bebí de un solo trago, para sentir el fuego ardiente del licor que me calentó hasta el estómago. El barman que había estudiado conmigo en la escuela, me sirvió otro trago sin preguntarme nada, como adivinando la ansiedad que me embargaba. Serví el trago en el vaso, lo diluí con la coca cola que me quedaba y me lo tomé con avidez. Con aquel trago experimente una sensación de profundo alivio, se me quitaron los dolores del pecho y los pensamientos llegaron claros y transparentes como el agua.

-         “Es un negocio común y corriente -. Me dije mentalmente - ¿Cómo, estos señores, nos venden con tranquilidad el licor que nos alcoholiza y que nos mata?... Porque, desafortunadamente, son más numerosas las muertes que producen los licores, que las que producen los alucinógenos.  El alcohol produce cáncer en el estómago y en el esófago, produce cirrosis en el hígado y es el culpable de millones y millones de accidentes automovilísticos. ¿Y cómo te parece el negocio de las armas que tienen los anglosajones en los Estados Unidos de Norteamérica?... Ellos no tienen escrúpulos para vender los fúsiles de asalto, que generan millones y millones de muertos en las colonias que tienen en los países subdesarrollados. El imperio de los yanquis, invade países enteros y derroca gobiernos, para poder controlar la producción de petróleo a nivel internacional, y nadie les dice nada. ¿Y tú qué piensas de los que les venden tabaco y cigarrillos a los niños, y a los viejos?... ¿Acaso, el tabaco, no produce cáncer en la boca y en los pulmones?... ¡Mi auto recriminación por el negocio aquel, de las drogas, es una bobada! – me dije reconfortado -. No hay motivo para flagelarme. Un trago de licor era todo lo que necesitaba para aclarar el pensamiento. Cuando uno tiene tranquilo el espíritu, la voluntad renace. ¡Qué imbecilidad, el narcotráfico es un negocio como todos los negocios de los gringos!...

Pensé en las nalgas grandes, firmes y bronceadas de Cristina, en sus senos perfectos de pezones pequeños y me sentí muy feliz de haberme librado de esa carga espantosa del sentimiento de culpa. Observé la gente de las otras mesas, con mucha atención, y todas las mujeres que allí estaban compartiendo, me parecieron chiquitas, viejas y feas, en comparación con mi hermosa Cristina. Me sentí tranquilo, pero en el fondo de mi alma, sabía que esa calma era ficticia, porque mi evolución mental y mis reservas morales, no me iban a permitir continuar con ese negocio, que me iba a dar la oportunidad de comprarle muchas cosas lindas a mi amada, si es que no se quedaba viviendo con el mejicano. A mi lado, en la barra, había dos mujeres tomando cerveza, que por ellas fue que ingresé en ese lugar. Ellas me miraban constantemente, pero no me parecieron interesantes y mejor continué sumergido en mis pensamientos. En aquel lugar había más personas, pero no reparé en ninguna de ellas, las borré de mi mente y pedí uno o dos tragos más.

En los últimos años de mi vida, me había alejado del trato con la gente y me refugié en la soledad, pero ahora, desde que estoy sintiendo la ausencia de mi hermosa mujer, siento como la necesidad de estar al lado de otras personas. En todo mi ser se está produciendo una especie de revolución, porque siento la necesidad de compartir con otras mujeres, como para llenar el vacío que me ha dejado ella con su traición.

¡Estoy tan cansado de la preocupación y de la angustia, que me produce el infernal negocio del narcotráfico, que siento el deseo imperioso de fortalecerme en otro universo, cualquiera que sea, y por eso estoy muy a gusto en esta licorera, en la que resuena la misma música que le gusta a mi amada!

Las otras personas que estaban en aquel lugar, se veían cansadas, marchitas y parecían incultas. No tenían nada de interesantes, le pagué al que vendía el licor, un conocido lejano de mí infancia, del que ya no recordaba ni su nombre y me marché para visitar la casa de la famosa Débora Arango, una vieja amiga, pintora y filósofa, que me había enseñado mucho, y que continuaba muy viva en su obra y en mí pensamiento.

¿Cuál será el afán que tiene mi hermosa Cristina, de conseguir bastante dinero a toda costa?... Porque la pobreza y la humildad no son motivo de vergüenza, aunque la miseria si lo puede ser. En la pobreza uno conserva la nobleza de sus sentimientos innatos, uno sigue conservando sus valores morales y éticos, que le han sido inculcados en la familia desde la infancia y por eso es que no he podido comprender, qué es lo que les está pasando a la gran mayoría de los inmigrantes venezolanos, que ambicionan las posesiones materiales con una extraña urgencia que es casi incomprensible, porque mi amada princesa tiene la belleza, la inteligencia y la educación, para poder progresar en cualquier lugar del mundo, pero ella ha perdido las perspectivas y cómo que tiene mucha prisa, y me está arrastrando a los oscuros laberintos del narcotráfico, a los tenebrosos senderos de la destrucción moral y de la muerte. ¿Será qué, mi hermosa reina, ya llegó al estado de la indigencia?... Porque en la indigencia nadie puede conservar nada noble, porque uno no tiene a dónde ir, ni a quién dirigirse, y por eso fue que mi adorada mujer se lanzó en mis brazos, sin calcular mi estreches económica y por eso fue que aprendió a utilizar su cuerpo y su belleza, como la única arma que posee para garantizar la subsistencia, y por eso es que ella ambiciona conseguir dinero de cualquier manera, aunque le toque arrastrarme a las mismísimas catatumbas del infierno.

Pensar en el maldito negocio en el que estábamos metidos, pensar en el comportamiento de mi sensual mujer, que a esta hora le debían de estar haciendo todo lo que los mejicanos quisieran, es para mí, el más duro de los martirios. Me gustaría olvidar todo, acostarme a dormir y despertar antes de haber conocido a Cristina, cuando mi vida era perfecta.

-         ¡Pobre muchacha! – Empecé a decir en voz alta, para liberar esos pensamientos que me estaban desequilibrando por dentro – Nunca se pudo dar cuenta, mejor dicho, nadie le ha contado que la profesión, que la carrera de narcotraficante es muy corta y que la gran mayoría de los que ingresan a este negocio del mal, en cuatro o cinco años, están muertos o privados de la libertad en una cárcel, por el resto de sus vidas, para que dejen de ser un peligro para la sociedad. También, un alto porcentaje de esos sujetos, terminan siendo víctimas de la ambición de sus propios compañeros y desaparecen sin que nadie los vuelva a ver. ¿Y para adónde se van?... Para el infierno, sin ninguna duda, a pagar el karma de su insensibilidad, que mata a muchos jóvenes por la adicción a las drogas. Otro tanto por ciento, van a las cárceles a pagar largas condenas, para garantizar la tranquilidad y la salud de la comunidad. Sólo unos cuantos triunfan y llegan a la cima del éxito, como lo fueron: Joaquín “El chapo” Guzmán, Pablo Escobar Gaviria, Vicente Carrillo Fuentes, los hermanos Arellano Félix, Amado Carrillo, los hermanos Rodríguez Orejuela, Carlos Lehder y Fabio Ochoa Vázquez, que permanece en una cárcel de Jesup ubicada en Georgia, en los Estados Unidos de Norteamérica, desde hace 33 años. Unos muertos y otros en prisión perpetua… ¡Amada Cristina, yo debí haber empezado explicándote la vida tormentosa y la muerte violenta, de la gran mayoría de los narcotraficantes, pero estaba tan emocionado con tu piel de durazno joven y bronceada, con tus senos perfectos que parecen dos postres de chocolate, que se me nubló el pensamiento y sólo pude dedicarme a lamer tu coño delicioso y a disfrutar de tu cuerpo ardiente y apasionado! ¡Perdóname, amor mío! ¡pero ahora ya no te voy a fallar más y te acompañaré hasta la muerte, si es necesario, porque este negocio en el que estamos metidos, no tiene reversa!

Así me la pasé por todo el camino, unas veces lamentándome y otras veces tratando de hallar la solución, para alejarnos de esta maldita trampa que solamente tenía dos salidas, dos puertas abiertas, la cárcel o el cementerio.

-         ¿Y si Cristina se viera metida, en ese tanto por ciento, de los que mueren jóvenes, este mismo año o el año que viene?... ¿Y por qué sólo pienso en la muerte de ella, si yo también estoy metido en este negocio hasta el pescuezo? – Me pregunté completamente descontrolado.

Ni yo mismo comprendía mis actos, ¿Cómo voy a ignorar mis sentimientos profundos, de amor a la grandiosidad humana, si yo fui el que escribí “La religión de los inteligentes” que pueden leer en GOOGLE digitando mi página jorgestobuiles.es.tl?

¿Cómo es posible que me haya atrevido a mancillar mi perfecta dignidad?... ¿Cómo he podido ingresar en el negocio de las drogas ilícitas, si yo he sido capaz de conservar la sobriedad más estricta y he mostrado una prudencia ejemplar?... ¿Cómo me he dejado convencer, de una mujer casi adolescente, para ingresar en uno de los negocios más degradantes de toda la humanidad, yo que estuve en el túnel blanco de la muerte y que fui testigo directo de la inmortalidad de nuestro espíritu?... Pero no puedo perder mis características más notables, porque a mí, ninguna contrariedad me ha vencido. He soportado la pobreza más extrema, el frío más intenso y el hambre más atroz, pero siempre viví de mis propios recursos y nunca me faltó la forma de ganarme la vida, porque cuando tenía seis años, ya estaba vendiendo empanadas en el parque de ese Envigado colorido y solidario, porque en el transcurso de mi emocionante vida, la genial pintora Débora Arango Pérez, me enseñó que el pensamiento genera nuestra realidad material y física, dentro del universo.

¿Entonces, será qué mi pensamiento creó esa Cristina tan sensual y tan loca?...

-         “Pero a todo esto, ¿adónde es que voy? – me dije en voz alta, desesperado por mi dispersión – ¡Qué raro!... Yo salí de la licorería, a toda prisa, para ir a una parte, pero… Ahora lo recuerdo: Iba para la casa museo de mi genial amiga Débora Arango. Pero, ¿y para qué?... Ah, sí, para recordar sus teorías filosóficas, sobre la grandiosidad del ser humano y para hacer el ejercicio mental que ella tanto me recomendó, para construir, por medio del pensamiento, el futuro feliz que deseamos para nuestras vidas, como ella misma lo hizo, y la verdad es que necesito la orientación del pensamiento sublime, de esa genial pintora, porque me estoy dejando enredar por el pensamiento voluptuoso de la sexy venezolana que me enamoró y que me está llevando por el camino de la perdición absoluta.

-         Iré a la casa museo de mi amiga Débora Arango Pérez – Me repetí en voz baja, sabiendo que había tomado una decisión irrevocable, que nadie podía escuchar -. Iré a ese maravilloso museo de “Casa blanca”, pero no hoy. Iré a mi refugio filosófico, después de que realice ese maldito negocio de las drogas, en el que me metí detrás de unas tangas, detrás de la pasión desmedida de una mamona que parecía un ternero hambreado.”

-         ¿Después de realizar el negocio de las drogas? - Me pregunté asustado -. ¿Será que el tráfico de narcóticos se realizará definitivamente?

Recobré la conciencia sentado en una silla del parque, y…

-         ¿Cuándo llegué a este lugar? ¿Cuántos tragos me tomé, pues, en esa licorera? – Me pregunté confundido por un pequeño vacío mental, en el que no recordaba cuántos tragos de licor me había tomado.

Me levanté de esa banca y empecé a caminar con paso rápido, con dirección a la finca. Casi corriendo, con la intención de regresar a mi refugio. Un temblor febril se apoderó de todo mi ser, empecé a estremecerme de una forma incontrolable, tenía un frío terrible por culpa de la ropa mojada que soporté toda la tarde. No podía dejar de pensar en los diez kilos de nieve blanca que tenía en mi casa, sobre el ropero, y cediendo a una especie de necesidad interior y, de manera consciente, hice un gran esfuerzo para fijar mi atención en cada una de la fachadas de las hermosas casas que iba viendo, para tratar de liberarme de los pensamientos que me vinculaban con la traicionera mujer que me enloquecía, pero el esfuerzo fue en vano, porque en todas las mujeres de cabello oscuro que me encontraba, creía ver a mi hermosa Cristina. La observaba por detrás y convencido de que era ella, apuraba el paso para alcanzarla y sobre pasarla y, cuando lo lograba, que terrible decepción, porque, aunque era una hermosa chica, no era la mujer que me enloquecía, que en estos momentos debía de estar en Méjico haciendo el amor con pasión y sin ningún control. En todo momento volvía a caer en el delirio de ver a mi amada mujer, en todos lados. Me quedaba pensativo unos instantes, seguía temblando como una hoja agitada por el viento, levantaba la cabeza y miraba a mi alrededor, cómo tratando de hallarla en algún lado.

Atravesé por toda la parte oriental de la ciudad, sin poder percibir el paso del tiempo, en busca de la vereda “arenales” para recorrer los empinados caminos que me conducían a “La catedral” y a mi hermosa finca que parecía el paraíso, cubierta de guayacanes florecidos, en una sinfonía de flores amarillas y rosadas, también había siete cueros cubiertos de flores moradas, curazaos fucsias y un jazmín de flores blancas, que impregnaba toda la finca con su dulce aroma, en las horas de la noche. Me fui corriendo por los senderos y el temblor de mi cuerpo desapareció, cuando mi cuerpo entró en calor. El verdor y la hermosura del paisaje, alegraron mis ojos irritados por el polvo y la contaminación de la ciudad. En este otro sector, en las onduladas montañas, la atmosfera era respirable y se sentía la diferencia en la calidad del aire, pero muy pronto olvidé las sensaciones que le brindaba la naturaleza a mis sentidos, porque me puse a pensar en el excitante cuerpo de mi amada reina y volví a caer en un malestar enfermizo, al recordar que ella debía de estar en pleno romance con el mejicano. A veces me detenía a observar las hermosas fincas que encontraba a lado y lado del sendero, miraba por las verjas y observaba, a lo lejos, en balcones y terrazas, elegantes mujeres de piel dorada, muy parecidas a mi Cristina, y algunos niños que correteaban por el jardín.

-         Cuando regrese, mi reina, le voy a proponer matrimonio y le voy a pedir que tengamos dos hijos hermosos, un niño y una niña que se va a llamar “Melissa y Jorge tercero” para que seamos, por fin, muy felices por toda la eternidad –. Me dije, sintiéndome completamente enamorado de ella.

De vez en cuando, pasaban poderosas camionetas de alta gama, magníficos automotores que, seguramente, Cristina desearía tener. Los seguía con la mirada, observando el logotipo de sus marcas y analizando sus espectaculares diseños, antes de que desaparecieran en la próxima curva de mi universo. Lo bueno es que, con lo que todavía nos quedaba de los quinientos mil dólares, podíamos comprar varios de esos.

Hacía mucho tiempo que no comía nada sólido y me sentí hambriento, y muy cansado. En los últimos ochocientos metros, antes de llegar a la casa de la finca, las piernas se me pusieron pesadas y los ojos se me estaban cerrando por el cansancio. Cuanto terminé de llegar a mi refugio, avancé con dificultad hasta mi cuarto, como si estuviera enfermo. Me tiré sobre la cama sin desvestirme y me quedé dormido casi que inmediatamente, como si me hubieran dado algún narcótico en el licor.

La lluvia que arrullaba mi sueño convulsionado, también azotó el tejado casi toda la noche y poco antes del amanecer, empecé a soñar con una nitidez extraordinaria, un sueño que más que un sueño, parecía una premonición macabra de mi futura realidad. Un sueño que marcó mi destino, porque fue tan real, que dejó una profunda impresión en mi alma y que dejó muy lastimado mi excitado sistema nervioso central. Soñé que me encontraba en la ciudad de New York, caminando por un hermoso y colorido parque, atraído por las palomas y por la arquitectura neogótica de la imponente catedral de San Patricio, me fui acercando hasta un grupo de mujeres, todas vestidas de negro, que sollozaban en un ambiente generalizado de inmenso dolor. Sin señalamientos, sin reclamos y con la mirada triste, clavada en el horizonte de sus recuerdos. Permanecían allí, embargadas por su tristeza sin esperanza. Era como un reclamo silencioso y desesperado, por aquellos que, a muy temprana edad, se perdieron en los caminos de la drogadicción y del alcoholismo. Me quedé observando detenidamente los rostros angustiados de aquellas madres, hasta que reconocí en una de ellas, a doña Marina, la mamá de Claudia Restrepo, una compañera muy especial que me gustaba en el colegio y que, después de que su familia cayó en la desgracia por el alcoholismo de su padre, se tuvieron que ir a vivir a los Estados Unidos de Norteamérica, en busca de nuevas oportunidades para su familia, con la mala suerte de que Santiago, el hermano mayor de mi preciosa compañera de colegio, cayó en la trampa mortal de las drogas y fue tan extremo su caso, que se convirtió en una habitante de la calle, de esos que van vestidos con harapos mugrientos y buscando sobrados de alimentos en los botes de la basura. Mi amiga Claudia, que trabajaba en un prestigioso supermercado de cadena, sufrió mucho con él drogadicto, porque el desvergonzado mendigo, se le aparecía a cualquier hora del día, a pedirle y a exigirle dinero, para poder seguir consumiendo los alucinógenos que lo llevaron hasta la muerte, porque un día, esa pobre familia, en el invierno más crudo de la historia, recibió una llamada de los bomberos de la ciudad de New York, para informarles que Santiago Restrepo, había fallecido por causa de una neumonía, en las gélidas calles de la inmensa ciudad. Allí estaba la adolorida madre de “Santi”, mirándome con los ojos tristes, llenos de unas lágrimas desesperadas, que no dejaron de correr cuando me reconoció. Yo me acerqué hasta donde ella estaba, para saludarla y la afligida madre me abrazó fuerte y desesperadamente, y me dijo:

-         En el centro internacional para prevenir la drogadicción, no solamente celebramos el día universal de “los caídos en las drogas”, sino que lo lamentamos y lo compartimos, con todos los que nos quieran escuchar, para que no vuelva a suceder, porque han sido demasiados los jóvenes que han caído en la trampa mortal de las drogas. Esta celebración, la hemos convertido en una oportunidad para recordar, sanar y contribuir con las transformaciones positivas. Por favor, aléjate de las drogas.

-         Bueno señora -. Fue lo único que pude decir. Retrocedí muy asustado y empecé a leer, uno por uno, los carteles que sostenían aquellas pobres mujeres, en sus brazos, adornados con las fotografías de muchachos del colegio y de pequeños deportistas, en los que se podía leer:

<< En New york lamentamos la muerte de nuestros hijos, familiares y amigos, que cayeron en la drogadicción.>>

<< En Miami, entonámos canciones por la memoria de todos los sueños truncados, con la adición a la cocaína.>>

<< Fotografías de nuestros hijos fallecidos, para fortalecer la memoria, tratando de dar representación a las víctimas de los narcotraficantes.>>

<< En los Ángeles, California, evocando con dignidad, el recuerdo de los que están en centros de rehabilitación, tratando de superar las adicciones.>>

<<Madres de todo el mundo, unidas por el dolor y la esperanza de encontrar a los hijos desaparecidos en los tenebrosos caminos de las drogas.>>

<< Señor presidente Joe Baiden, las drogas son un problema de salud pública, que su administración se empeña en ignorar. FARSANTE ASESINO DE NIÑOS>>

Recordé a mi madre querida, que pensaba que yo era el hijo más lindo del mundo y sin poder aguantar el dolor y la desesperación, desperté sollozando sin control, completamente arrepentido de haber comprado esa droga que pensábamos llevar para Méjico. Había abierto los ojos a la realidad, bañado en sudor. Todo mi cuerpo estaba mojado, por la lluvia que recibí el día anterior y por la transpiración en el afiebrado sueño, que me había dejado empapado hasta los cabellos. Me levanté horrorizado y muy nervioso.

-         ¡Maldita sea!... ¡No puede ser!  – exclamé recordando con toda claridad el impresionante sueño, en el que doña Marina me pidió que me alejara de Las drogas.

-         ¿Cómo es posible, dios mío, que me haya dejado involucrar en ese negocio de la muerte, por esa hermosa mujer que no sabe lo que es la vida?... Yo no me siento capaz de envenenar miles y miles de jóvenes, con esa maldita droga que producimos aquí en Colombia. Tengo que inventar alguna estrategia que me libere de ese compromiso que adquirí, cuando empecé a seguirle la corriente a esa mala mujer que no debe de tardar en llegar. ¿Pero cuál es el problema? – me pregunté en voz baja, recuperando la calma – Cojo los diez kilos de cocaína, los tiro en una caneca llena de agua y listo… ¿Y listo? ¿Y cómo voy a justificar los dólares que me gasté comprando esa porquería?... Esos carteles de la droga están perfectamente organizados y si no les entregamos la droga, van a venir para matar a mis familiares, van a asesinar a la hermosa Cristina, que todavía está en poder de ellos. ¿Qué voy a hacer Dios mío?... Estoy completamente loco, ¿cómo le voy a estar pidiendo ayuda a Dios, cuando decidí pecar, utilizando mi libre albedrío, para asesinar millares de jóvenes, volviéndolos adictos a las drogas con esos diez kilos de cocaína que compré?... Si puse en marcha el poder de mi pensamiento, para iniciar una empresa macabra, en la que disfruté del inmenso placer sexual que me ofrecía Cristina, y en la que, prácticamente, tengo invertido todo el dinero que he conseguido en mi humilde vida, ya no puedo flaquear con los problemas que, con anticipación, yo sabía que me iban a suceder. Bueno, una cosa me queda clara, después de este desagradable sueño, y es que yo no tengo ni la voluntad ni un corazón perverso, para dejar que esta droga invada las calles de ninguna ciudad. Voy a buscar la forma de hacerle trampa al destino, para evadir el compromiso de terminar de realizar un múltiple crimen, que todavía no he cometido. Algo me tengo que inventar, pero yo no puedo participar más en esta terrible empresa de muerte y de perdición. Siempre he sabido que este proyecto es vil, inhumano y horroroso. Sólo de pensar en los seres humanos que se van a volver adictos a esa sustancia, me siento asustado y con el pecho oprimido por el dolor. No tengo el valor, aunque yo sé que mi malicia indígena me permitiría llevar esa droga hasta la ciudad de Méjico, pero es que no tengo la voluntad para seguir con este macabro juego.

Me levanté de la cama, fui hasta el lavamanos, me lavé el rostro y me fui para las pesebreras a cuidar mi hermoso y reluciente “gallo de oro” que ya estaba fecundando las gallinas y a montar la potranca. Cuidando los animales se me relajaba la respiración y empezaba a pensar con más calma. Ya estaba decidido, aquella empresa de muerte ya no iba más.

Pasaron los días y en una tarde soleada, en el décimo día después de yo haber venido de Méjico, con cinco días de anticipación a lo que ella misma había propuesto, se apareció Cristina más hermosa que nunca. Llegó en un taxi del aeropuerto, con Emiliano, el abogado del mejicano mayor. Llegó con un vestido rojo perfectamente ceñido al cuerpo, unos tacones rojos muy altos y una cinta roja en el cabello. Avanzó los diez metros que la separaban de mi sorprendida humanidad y me dio un beso dulce y prolongado, que terminó con un mordisco que me hinchó los labios.

-         Hola, único amor mío. ¿Y cómo van las cosas por aquí? - Me dijo, mientras avanzaba hacia el abogado de la mafia, que estaba bajando las maletas del taxi -. Te presento a Emiliano, el guardaespaldas que me puso Cuauhtémoc, dizque para que no lo vaya a traicionar por aquí.

Yo fui hasta donde estaba parado el abogado, lo abracé afectuosamente y sentí una inmensa pistola que llevaba debajo del saco y le dije:

-         Bienvenido a Medellín, la ciudad de la eterna primavera.

-         Yo escuché ese slogan publicitario, pero ahora descubro que es verdad, porque yo nunca había visto tanto colorido y tantas flores juntas – me dijo el hombre señalando los guayacanes florecidos, que tenían todo el piso de mi patio, cubierto con un tapiz amarillo de sus flores caídas.

Cristina entró en la casa, con confianza, y dio un grito de felicidad, cuando vio los diez kilos de droga sobre mi ropero.

-         ¿Qué es esta belleza? – Me preguntó con un paquete de la droga en sus manos, al que le daba besos emocionada. Se vino corriendo y me besó mucha pasión en la boca, cerró la puerta para que Emiliano no viera y me empujó hacia la cama, se quitó con mucha facilidad el vestido y liberó sus senos hermosos y vibrantes. Dio media vuelta para que yo apreciara las tangas de lindos encajes clavadas en sus inmensas y bronceadas nalgas, y después giró lentamente y empezó a desabrochar la correa de mi pantalón. Se postró de rodillas ante mí y me hizo olvidar todas mis dudas. La levanté con suavidad del cabello y la tiré de espaldas sobre la cama y apartando sus poderosas piernas, penetré en su concha húmeda, caliente y deliciosa, y me quedé mirándola, mientras que ella me decía con mucha pasión.

-         Hágame duro papito, que tengo muchas ganas, porque hace muchos días que no hago el amor.

Mi amada reina se agitaba con emoción y sus gritos apasionados retumbaron en toda la casa, como si yo la estuviera matando con mis penetraciones profundas. Golpeé su pequeña y hermosa conchita, con mucha violencia, casi con furia, porque estaba bravo con la traición que me hizo con el mejicano. Ella aceleró el ritmo y yo la sujeté con fuerza y la penetré, lentamente, hasta que se orinó a chorros empapando mis testículos mis piernas y toda la cama. La choqué con la fuerza de todo mi cuerpo y penetrándola con mucha pasión, me agité con mucha velocidad hasta que, sin poder soportar tanta felicidad, dejé escapar un grito desde el fondo de mi alma y dije: ¡Dios mío! ¡Gracias Dios por esta felicidad tan grande!...

Y la llené por dentro con el semen espeso y caliente, de mi larga espera.

Nos quedamos allí abrazados, en un beso prolongado de amor, sintiendo nuestros cuerpos sudorosos y calientes, que destilaban los jugos de nuestra pasión contenida.

Después del gusto y cuando mi corazón se estaba recuperando la normalidad, sobre esa cama completamente mojada, me acordé del abogado del mejicano y poniéndome como un resorte de pie, le pregunté a Cristina que seguía desvanecida:

-         ¿Y ese abogado qué?... Porque debe de haber escuchado todo este escándalo que hicimos.

-         Tranquilo - me dijo la muy perra –, que a ese ya le he dado culo, como dos o tres veces, y entonces no tiene por qué decir nada, porque él también ya ha comido.

Cristina me tomó de la mano y acomodándose en el lado seco de la cama, me preguntó:

Amor, ¿me dejas que te lo chupe otra vez?

Yo no supe qué decir, recordando que lo tenía untado de flujo y de semen, pero ella lo ignoró y se lo metió en la dulce boca, hasta que me lo hizo parar otra vez. La tomé en mis brazos y recordando lo que me había dicho del abogado, se lo metí por ese culo con mucha violencia, una y otra vez, hasta que la hice llorar de pasión. Después me ensañé acariciando su húmedo e inflamado clítoris, hasta que casi pierde el conocimiento.

Permanecimos encerrados en el cuarto, como unas dos horas, disfrutando después de nuestra prolongada separación, y cuando salimos otra vez a la realidad y ya estaba empezando a oscurecer, Emiliano, el guardaespaldas de mi amada mujer, estaba en las pesebreras acariciando el famoso “gallo de oro” que era el que, con sus descendientes, iba a llenar de dinero nuestros bolsillos en el futuro cercano.

Cristina sacó de las maletas unas pizas congeladas que había comprado en Envigado, las calentó en el horno microondas y nos dio la cena, con un jugo de maracuyá que yo tenía en la nevera.

-         Bueno, don Jorge – dijo la inteligente mujer -, yo voy a dormir con Emiliano en la pieza de los huéspedes, porque él me tiene que vigilar muy de cerca, porque a Cuauhtémoc se le metió, dizque que yo soy muy caliente y que, de pronto, me dejo seducir de un extraño y, entonces, yo tengo que estar con Emiliano, que es su hombre de confianza y que lo respeta mucho. Mejor dicho, mi esposo el mejicano, puso un ratón a que le cuidara el queso. ¿Cómo lo ves?... Y que pena, querido anfitrión, pero nosotros dos, estamos muy cansados por el viaje y ya nos tenemos que ir a dormir.

Yo me quedé callado, sin saber qué decir, pero mi apetito voraz ya estaba saciado, después de esas dos horas de faena que le hice. Fingí estar de acuerdo y con una sonrisa nerviosa les dije:

-         Vayan a descansar tranquilos, que esta casa finca es de ustedes.

Mi corazón se agitaba con furia y la respiración se me entre cortó, cuando Cristina cogió de la mano al diminuto abogado y se lo llevó caminando hacia la habitación, en la que entraron y cerraron la puerta. Yo me quedé mirando las noticias en la televisión, pero a los pocos minutos sentí el ajetreo y los gritos de la insaciable Cristina, que estaba teniendo un orgasmo violento con el abogado del patrón. Me invadieron unos celos terribles, pero me tuve que aguantar porque recordé la pistola que tenía aquel hombre en la pretina de su pantalón. Me levanté, me serví un whisky y me puse a mirar una película, sin poder conciliar el sueño. Me había tomado tres o cuatro tragos del licor, cuando sentí que la Cristina se estaba duchando con agua caliente en el baño principal, en el de la sala, que era el baño social. Escuché que se demoró como veinte minutos con la ducha abierta, dejando que el agua caliente cayera sobre su hermoso cuerpo, y después, fue llegando a mi cuarto, y se metió en la cama, conmigo, con la piel y el cabello todo mojado.

- Emiliano se quedó dormido y entonces yo me quise venir para acá. ¿Yo no sé qué les pasa a esos mejicanos, que a toda hora viven cansados?... ¿Será que les están haciendo falta los frijoles y la arepa de mote, que les da fuerza a los antioqueños de Medellín?...

Se abrasó contra mi pecho y nos quedamos mirando una película de chinos, durante un largo rato. El cine de los orientales es muy exagerado, porque vuelan por el aire y hacen volteretas irreales, y Cristina se molestó con esa fantasía y me preguntó:

-         Amor, ¿puedo poner una película de pornografía? ¿sí?...

Yo no contesté nada y ella buscó una película en google, de una tal Apolonia Lapiedra, que tenía un cuerpo y unos senos igualitos a los de ella, y yo, también excitado por las escenas intensas de la película, le tuve que hacer lo mismo que le hacían a la muchachita española en la cinta, y hasta por el culo se lo tuve que meter otra vez, a mí amada, definitivamente, la hermosa Cristina era insaciable y yo le tuve qué preguntar:

-         Reina mía, ¿Cuántas veces eres capaz de hacer el amor?

-         Las que sean – me dijo, con tranquilidad.

Aquella fue la noche más intensa de mi vida, porque el hice el amor hasta que me empezó a doler el pene y amanecí más mamado que un chupón de una guardería de niños.

Al otro día desperté como a las diez de la mañana y, cuando abrí los ojos, mi hermosa amante ya no estaba a mi lado. Salí con sigilo de mi cuarto, miré a todos lados y nada.  Observé por la ventana del cuarto huéspedes y vi a esa perra, completamente desnuda en los brazos del abogado. Yo los dejé en paz y me fui a cuidar el “gallo de oro” que tenía en el más amplio y seguro de los corrales, con cinco de mis mejores gallinas que ya estaban empezando a poner los huevos, para reproducirlo ligero. Después me puse a bañar los caballos, tratando de no pensar en nada porque, definitivamente, mi hermosa mujer era demasiado caliente y demasiado prostituta.

Era la una de la tarde, cuando Cristina nos llamó dizque a desayunar. Nos sirvió una lasaña de queso mozzarella, pollo y maicitos tiernos, deliciosa. Aquella hermosa mujer era adicta a la comida italiana y a los diferentes quesos. Ahora sí le estaba creyendo que su apellido era Pausini, y que era prima segunda de Laura Pausini, porque muy parecidas físicamente sí eran. El desayuno estuvo delicioso y el mejicano y yo, compartimos unas cervezas con absoluta tranquilidad, sabiendo que también estábamos compartiendo una hermosa mujer.

-         Don Jorge, ¿entonces qué venimos siendo usted y yo, por nuestra relación con Cristina? – me preguntó el mejicano con sarcasmo, siendo muy consciente de nuestro disfuncional trio de amor.

-         Yo creo que somos cuñados con las mismas tetas – le contesté con buen humor y el hombre soltó una carcajada por mi ocurrencia.

-         De todas formas – dijo nuevamente el abogado -, ni usted ni yo, somos los dueños, porque según lo que me dijo el patrón, él ya te pagó trecientos mil dólares por ella, y, además, él está muy lejos y puede estar tranquilo y vivo, mientras que nosotros se lo permitamos, ¿o no?

Aquellas palabras me sonaron a la propuesta de un complot. El guardaespaldas tenía ganas de torcer el destino y estaba buscando un aliado con mucha cautela. Yo guardé silencio y no le respondí nada, pero me quedé pensando, porque toda esa droga, de ninguna manera, podía ir a parar a las calles de las grandes ciudades.

-         ¿De qué están hablando los señores? – preguntó Cristina, que venía de lavar los platos del suculento desayuno – Espero que estén cuadrando los detalles del viaje, porque mañana mismo, nos tenemos que marchar con esa mercancía para Méjico.

-         La cosa va a ser muy sencilla, nos vamos a ir en auto bus hasta Necoclí, en el Urabá antioqueño y allá cogemos una lancha que nos lleve hasta Capurganá, cruzamos la selva del tapón del Darién y, con un par de motocicletas buenas, llegamos hasta la ciudad de Méjico, sin llamar la atención de las autoridades. ¿Fácil o no? – expliqué con la autosuficiencia del que quiere impresionar a una mujer, delante de su amante.

Ellos se miraron emocionados y se dieron un apasionado beso en la boca, en mis propias narices. Todos estuvimos de acuerdo y empezamos a empacar las cosas para viajar al otro día. El plan era muy sencillo y nadie preguntó nada más. Yo llamé a don Lázaro, un buen hombre, que me cuidaba los animales cuando salía de viaje y lo dejé encargado de la finca.

Cristina y el abogado se la pasaban horas enteras, dizque hablando de derecho y de leyes internacionales.  Ella se mantenía extasiada con la elocuencia del abogado del diablo y, esos dos, cómo que estaban muy enamorados, porque a toda hora se veían caminando cogidos de la mano.

Yo me tuve que ir para Medellín a reservar los tiquetes para el viaje y a consignar ciento cincuenta mil dólares en la cuenta bancaria del papá de Cristina, que estaba en Venezuela y era el encargado de comprarle el apartamento a orillas del mar. Yo me fui en un autobús que pasaba constantemente por las vías de aquella vereda y el par de tortolitos se quedaron encerrados haciendo el amor, mientras que yo regresaba. Me fui para la terminal del transporte, más celoso y más aburrido que el diablo. Ese trio no me estaba gustando ni poquito, pero me tuve que quedar callado, porque con esa perra tan ardiente, no había futuro. Yo les tenía que seguir la corriente, mientras que me libraba de ellos y del gran jefe mejicano. En el camino hacia la terminal pensé en viajar en avión hasta Urabá, pero recordé que llevábamos diez kilos de cocaína y que en esos vuelos era muy estricta la revisión del equipaje, después del atentado del once de septiembre, en el que derribaron las torres gemelas Nueva york.

Fui y consigné el dinero, y les mandé por whatsapp, la foto del recibo de consignación al papá de Cristina que era un prestigioso ginecólogo y a ella también, y cuando regresé a la finca, como a las siete de la noche, la desigual pareja del pitufo y la reina, estaban metidos en la pesebrera tomándose fotografías con mi hermoso caballo negro y observando el “gallo de oro” que ya estaba durmiendo con las gallinas. No le presté atención al romance de esos dos y nos fuimos para la casa a terminar de ultimar los detalles del viaje. Cristina empacó los diez kilos de cocaína, en el fondo de su maleta, vueltos en la hermosa ropa interior que trajo para cautivarnos, y quiso que escucháramos, en el equipo de sonido, esos corridos prohibidos que hablaban de narcotraficantes viajando en autos veloces, cargados con la droga. Nos encontrábamos muy felices y nos estábamos tomando unos tragos de whisky, cuando el mejicano aguafiestas dijo que se iba a dormir, porque ya estaba muy cansado. Prendimos una fogata en la chimenea y asamos malvaviscos de vainilla, como si fuéramos un par de adolescentes. Me sentía feliz al lado de la hermosa mujer y le perdoné todas las locuras que hacía, porque yo no quería perder la oportunidad de poseerla, así me tocara compartida. Cristina me dijo que nos acostáramos debajo de las abrigadoras cobijas, porque tenía mucho frío y se desnudó completamente, dizque para que yo la calentara con el calor de mi cuerpo. Sacó de la maleta un aceite que era dizque caliente, aromatizado y con sabor a frutas, que había traído de Méjico para que yo le hiciera un masaje. Le froté el aceite por todo el abdomen y en verdad se sentía muy caliente. Olía a fresa y sabía dulce como una fresa madura. Se lo unté por todo el cuerpo y le inundé esa concha golosa que palpitaba deseosa de que yo la acariciara. Le lamí el clítoris con suavidad hasta que me sujetó del cabello con fuerza y me estrujó contra esa concha deliciosa que profané con mi lengua. Empezó a convulsionar excitada y me levantó del pelo,  me entrelazó con las piernas para que la penetrara con fuerza, muchas veces, hasta que empezó a orinar y a gritar completamente extasiada, sin importarle el sueño del abogado, que trataba de dormir en el cuarto de al lado. Subí una de las piernas sobre mi hombro y seguí castigando aquella concha golosa con todas mis fuerzas, mientras que ella me gritaba que la golpeara y, entonces, le mordí la boca y los senos, y le di palmadas sin clemencia, en las nalgas y en la pierna que tenía sujetada, hasta que se pusieron coloradas y ella me siguió rogando que la penetrara con violencia.

Amor, pégueme duro, que yo quiero que usted me castigue por ser tan mala – chilló con la voz entrecortada.

Yo la penetraba con violencia y sacaba mi pene lentamente de su vulva ansiosa, hasta que ella empezó a temblar como si fuera a morir y me arrastró hasta el éxtasis del amor, cuando se dio la vuelta y se subió encima de mí, en busca del escaso semen que no quería salir, y me hizo gritar, con pasión y con locura, cabalgando como una loca y cuando estábamos a punto de perder la conciencia, en un abismo de perdición delicioso, le llené ese coño insaciable que tanto me gustaba, con el semen que quedaba en mis huevos maltratados. Quedé tirado como un animal herido a punto de morir, y reconocí, mentalmente, que aquella maravillosa mujer, era demasiada mujer para cualquier hombre. Nos quedamos abrazados como quince minutos y, después, ella reaccionó como asustada y levantándose con prisa me dijo:

-         Yo me voy, antes de que el abogado se enoje de verdad, y venga y nos mate a los dos, porque desde hace rato viene muy celoso.

Vea pues, cómo se están poniendo las cosas, porque ya se está mencionando la muerte en esta relación, que se suponía que era una moderna relación amorosa de compartir y, así, la cosa ya se estaba poniendo peligrosa, porque no hay enemigo pequeño y ese enano se mantenía armado. Pero bueno, ¿qué más puedo hacer?... Que agradezcan que se las estoy prestando, a ese par de indígenas enanos.

Yo me acosté rendido y no supe de mí, hasta que sonó la alarma del celular y nos levantamos como a las cinco de la mañana. Nos bañamos con agua caliente y desayunamos chocolate con buñuelos, pan de quesos y huevos fritos de otras de mis adoradas gallinas, que no eran las que estaban con "el gallo de oro". Llamamos un taxi y nos fuimos para la terminal de transporte, en el norte de la ciudad de Medellín.

Nos subimos en el autobús, Cristina se sentó a mi lado y nos fuimos cogidos de la mano, por el largo y divertido trayecto, en el que compramos golosinas, frutas y otros comestibles que los campesinos ofrecían en los folclóricos pueblos.

Nos bajamos a almorzar en la ciudad de Montería, y Cristina ordenó tres panzerottis, tres calzone italianos y tres cocacolas, y, para mi sorpresa, la empleada los trajo con total normalidad, como si la comida italiana se vendiera con frecuencia en aquella ciudad de provincia. Mi hermosa y adorada mujer, nunca perdía la oportunidad de consumir la comida original de sus ancestros.

-         ¿Será que tanto consumir quesos, es lo que nos hace tan ardientes? – pensé mentalmente, mientras que acariciaba su cabello castaño oscuro, porque desde que ella llegó, yo me sentía más fuerte que un toro y siempre estaba dispuesto a satisfacerla.

Cuando llegamos al municipio de “Los córdobas” compré una bolsa de mangos y una bolsa de mamoncillos, y Cristina se fue para donde Emiliano, para invitarlo a que se comiera un poquito de las frutas, y el abogado como que insistió para que ella se quedara allá, y Cristina tuvo que cambiar el puesto con la chica que iba al lado del mejicano y, casi obligada, se quedó sentada al lado de él, pero yo no me sentí engañado, porque mi nueva acompañante era una mujer fina y hermosa, con un cuerpazo espectacular. Se llamaba Juliana, tenía 29 años, era médica veterinaria, le gustaban los gallos de riña, los caballos, los frijoles con chicharrón, la mazorca asada con mantequilla y era soltera. Me fui conversando con la interesante mujer y me olvidé por completo, de los dos enamorados que debían de ir muy felices.

-         ¿El otro señor es el novio de la italiana, cierto? – Me preguntó la dulce chica, que iba muy sonriente y muy amable conmigo.

-         Sí, ella es una socia mía, en un negocio que tenemos para vender mercancía en Méjico – le contesté, tratando de establecer diferencias entre la coqueta Venezolana, que ahora viajaba con Emiliano, y yo.

-         ¿Y cómo te enteraste, que ella era la mujer de él? – le pregunté por curiosidad.

-         Es que ella le dijo amor, y le contó que iba muy aburrida a su lado y que ella quería estar con él, y, entonces, yo le ofrecí mi puesto, para que pudiera viajar feliz con su prometido, y, también, porque ese señor viaja armado con una pistola en el cinto y yo tenía miedo de ir ahí -. Dijo la hermosa Juliana, visiblemente preocupada.

-         Así son todos esos mejicanos, que a toda hora van como el difunto Vicente Fernández, que nunca le faltaba un revólver en la pretina del pantalón, pero tranquila, que el marido de mi amiga es un hombre pacífico.

-         Ah bueno, yo los miré cuando se subieron al autobús y pensé que esa era su mujer, porque usted es más alto y más lindo, que ese otro.

-         No me digas que soy lindo, porque ya me estoy enamorando de ti – le dije y, con atrevimiento, tomé la mano de la hermosa y solitaria dama y la coloqué contra mi pecho, para que sintiera el palpitar de mi entrenado corazón, que se agitó como si se estuviera volviendo a enamorar.

Juliana vivía en La Ceja Antioquia, como a una hora de Envigado y me dijo que la podía visitar en “Agro Santander” un almacén agropecuario en el que trabajaba, cuando regresara de Méjico, por si necesitaba de algún producto para mis animales… Me anotó el nombre completo, la dirección de su casa, la dirección del almacén y el número de su teléfono móvil, en un papel que guardé con interés en la billetera. Para que vean, ¿cómo es el destino?... Estaba perdiendo una mujer hermosa, pero los dioses me estaban mandando una mujer todavía mejor. Definitivamente, el perfecto equilibrio universal, siempre trabajaba en mi favor para alejarme de los problemas.

Llegamos a Necoclí. Juliana se despidió y me dio un beso que rozó mis labios y me dejo el sabor dulce del brillante labial, que se puso justo antes de llegar a la terminal. Nos bajamos del autobús y le pedimos a un taxista que nos llevara a un hotel, cerca del muelle, porque al otro día teníamos que tomar una lancha rápida que nos llevara hasta el tapón del Darién. El hombre pensó que nosotros éramos inmigrantes hacia los Estados Unidos de Norteamérica y, por quince dólares, nos embarcó esa misma noche, en una lancha que llevaba treinta y cinco emigrantes de Haití, rumbo al caserío de Capurganá, el más cercano al tapón del Darién.

Solo tuvimos tiempo de comprar un pollo asado que vino con ocho arepas y ocho papas cocinadas, y media docena de coca cola en lata. Nos llevaron para una oficina de turismo en el puerto, en la que tuvimos que hacer fila, para que nos vendieran los tiquetes y nos tomaran los datos personales. Tiempo que aprovechamos para ir comiendo, porque el proceso era lento y allí permanecimos más de una hora sentados en unas sillas blancas, de esas de plástico que son tan comunes en los eventos.

Cuando salimos me tocó llevar la maleta de Cristina, que era la más grande y la más pesada, porque en su interior iba la mercancía. El mejicano marchaba a nuestro lado, limitándose a respirar, porque yo era el que tomaba todas las decisiones.

Después de que salimos de la pequeña oficina de turismo, atravesamos una autopista y llegamos a un improvisado puerto en el que estaban parqueadas como diez o doce lanchas, esperando todos los inmigrantes que siempre viajaban de noche, cuando ya todas las autoridades estaban durmiendo. Me tocó guardar los documentos de identidad, cinco mil dólares que apenas llevaba y los tiquetes de esta arriesgada excursión, en los bolsillos de la abultada maleta de la reina, que siempre viajaba con un ropero completo. Nos tuvimos que meter al agua hasta la cintura, para podernos subir a la lancha que estaba cuadrada como a 50 metros de la playa. Con la maleta sobre los hombros me fui en busca del “Pelicano dos” que era el bote que nos había tocado. Era una embarcación de unos diez metros de larga, por unos tres metros de ancha, que tenía nueve filas con cuatro sillas cada una, en las que cabían 36 pasajeros exactamente. Como los tiquetes de nosotros fueron los últimos que vendieron y que era el sobre cupo que la tripulación le robaba a la empresa, para cuadrar el salario de los funcionarios, al mejicano lo sentaron en la mitad de todos los negros de Haití, a Cristina la sentaron en la cómoda silla del capitán de la nave y a mí me mandaron en la parte de adelante, en una improvisada e incómoda tabla de madera, al lado del guía de la embarcación, lo único bueno era que la maleta, que yo llevaba, había quedado en la parte más alta resguardada de cualquier humedad, porque cuando empezamos a viajar a gran velocidad, impulsados por los dos poderosos motores, en el choque con las holas producía una escarcha de agua venteada que mojaba a los pasajeros de atrás. Cuanto estábamos en alta mar, se apagaron todas las luces del bote para no llamar la atención y viajamos en medio de una oscuridad, que solo se aclaraba con la luz de la luna. Cristina se fue hablando y tomando cerveza con el capitán de la lancha, y por las sonoras carcajadas que emitía, se notaba que iba muy feliz en ese viaje. Esa mujer mí era demasiado coqueta y cuando la embarcación se balanceaba peligrosamente sobre las inmensas olas, ella, lanzando un grito divertido, se lanzaba en los brazos del fornido capitán, para que él la protegiera. El corazón se me aceleró y me fui con la respiración entrecortada por los celos, y en medio de la oscuridad de la noche, me pareció ver que Cristina se estaba besando con ese hombre. Desde ese ingrato momento, mejor me dediqué a mirar las luces de las estrellas y las de un pueblo que se visualizaba a lo lejos y que yo nunca iba a conocer. El mejicano iba con su piel amarilla y con su cabello lacio, en la mitad de todos esos negros del caribe, tapándose el rostro con las manos, para que no lo golpearan las gotas de agua salada, que nos salpicaban constantemente a todos y, también, para no ver la manoseada que le estaban pegando a nuestra mujer en la silla del capitán. Definitivamente esa era una perra hija de prostituta.

Después de dos horas de agotador viaje y cuando ya estaban siendo como las dos de la madrugada, llegamos a las playas de Capurganá y se apagaron los motores de la embarcación, que rugieron todo el camino como un par de bestias. La lancha se deslizó en silencio y cuando chocó contra la arena, se prendieron las luces y todos los negros empezaron a desembarcar, tomé la enorme maleta de la mujer del mejicano, y me estaba preparando para bajarme del bote, cuando Cristina me gritó:

-         Don Jorge, me hace el favor y me espera para que nos bajemos todos juntos

El puerto estaba muy iluminado y la playa hervía de gente vendiendo comestibles, refrescos y cerveza. Mi adorada mujer continuaba conversando con el capitán, que la tenía cogida de la mano, y solamente la soltó para sacar una libretica en la que anotó algo que ella le dijo, seguramente le estaba dando el número de su teléfono móvil, para encontrarse después y continuar con el romance. Yo, furioso y muerto de celos, me tuve que soportar esa escena porque, legalmente, nunca fui su dueño y mucho menos después de que recibí los trecientos mil dólares por ella, que eran los mismos con los que había pagado las deudas y con los que estaba financiando esta expedición. El mejicano llego muy mareado hasta mi lado y los dos nos quedamos esperando como unos quince minutos, hasta que nuestra hermosa mujer terminó de hablar con el capitán, que la despidió con un largo y sentido abrazo, que nos molestó, al mejicano y a mí, pero nadie dijo nada, porque ninguno de los dos era el dueño de ella. Nos bajamos del bote y el mejicano llevó a Cristina, sobre los hombros, hasta la playa, dizque para que no se mojara los pies. Caminamos en silencio hasta dónde estaban los vendedores y averiguamos por un hotel para dormir hasta el amanecer, porque el viaje tenía que continuar lo más rápido posible.

Como nosotros éramos blancos y teníamos aspecto de ricos, nos mandaron para “El velero” el hotel más hermoso que existía en toda la región.

Al recepcionista le pedí dos habitaciones y entregándole la pesada maleta al mejicano, lo mandé a dormir con esa perra y yo me fui a dormir solo, en la otra habitación, completamente cansado.

Al otro día, la mujer del mejicano fue y me despertó como a las diez de la mañana, y, metiéndose en mi cuarto, me abrasó y trató de besarme a las malas, cuando yo la alejé con el brazo.

-         ¿Por qué está bravo mi rey? – me preguntó, mientras que se quitaba el diminuto top blanco, para liberar sus senos hermosos. También se quitó una pantaloneta verde oliva que llevaba y se dio la vuelta, para que yo contemplara los cacheteros de encajes negros y rojos, que se veían hermosos cubriendo la piel bronceada. Con aquella impresionante imagen se me pasó la furia y caí de rodillas, lamiendo con pasión sus nalgas voluptuosas, firmes y hermosas. La tiré con fuerza sobre la cama, le quité los cacheteros con desesperación y empecé a chupar su clítoris inflamado, hasta que me sujetó con fuerza del pelo, estregándome contra su vulva, para que yo le metiera la lengua, una y otra vez, y empezó a llorar de pasión. Me subí las dos piernas sobre los hombros, dejándola abierta como un pollo asado y la penetré con rabia hasta que empezó a convulsionar. Se agitaba con un temblor supremo y, para no perder la costumbre, se orinó a chorros rogándome que la golpeara por mala, y yo, ni corto ni perezoso, la agarre a cachetadas verdaderas, mientras que la penetraba con toda la fuerza de mi cuerpo lanzado. Me asusté cuando los ojos se le pusieron en blanco y gritó con la satisfacción del más poderoso de sus orgasmos. La jalé del cabello sin compasión y la seguí penetrando con violencia, agitándome con la rapidez de un conejo, hasta que toqué el cielo y rugiendo como un león, la llené con la leche caliente de mi venganza apasionada. Nos quedamos allí abrazados, suspirando en silencio, hasta que mi pene derrotado, se cayó de esa gruta deliciosa y sonó como cuando sale la salsa de una botella. Ella sonrió feliz cuando escucho el húmedo ruido de mi abandono. Nos quedamos allí tirados, en un beso estático de nuestras bocas satisfechas, juntas pero quietas, en un beso de prolongada pasión en el que sólo se sentían los dientes.

Cuando tenía aquella mujer en mis brazos, todo era perfecto, y empecé a dudar de lo que veía en medio de mis celos descontrolados, porque era casi imposible que ella quisiera seguir hablando con el capitán de la lancha, que nos trajo hasta ese lugar. Ella se dejó coger de la mano, porque el hombre le estaba comprando cervezas y chocolates, pero es que nosotros con más de trecientos mil dólares, que nos sobraban, después de pagar las deudas y de comprar el apartamento de ella, no necesitábamos que nadie le comprara nada, pero Cristina no dejaba el maldito vicio de sacarle el dinero a la gente.

Nos fuimos cogidos de la mano hasta la habitación donde ella amaneció con el mejicano y lo invitamos para un restaurante en la playa.  Desayunamos con pescado, patacones, queso frito y guarapo. El mejicano casi no comió, estaba muy callado y muy pálido y se fue para el baño. Me pareció que estaba como enfermo y, aprovechando su ausencia, le dije a Cristina:

-         Amor, ¿qué será lo que le pasa a Emiliano? ¿Será que está enfermo?

-         No, que va, lo que pasa es que esos mejicanos se echan un polvo y quedan como si se fueran a morir y se demoran dos o tres días para recuperarse.

Me quedé pensando, nuevamente, ¿Será que ese malparido se la comió anoche?... Los celos que me embargaron, no me dejaban respirar y mejor me fui caminando hasta el mar y me metí hasta que me llegó a las rodillas, porque me acordé que tenía muchos dólares en los bolsillos y no me pude mojar hasta la cabeza. Regresé tratando de borrar todos mis pensamientos y me concentré en los preparativos para el viaje por la selva.

Me senté nuevamente en la mesa donde estaban mis compañeros y Cristina y yo, empezamos a tomar cerveza, escuchando los corridos mejicanos que ella hizo colocar en el equipo de sonido del restaurante. El día estaba soleado y hermoso, y una brisa muy agradable refrescaba el ambiente. Paso un señor haciendo tatuajes removibles y yo lo llamé para que me hiciera un león inmenso en el lado izquierdo de mi pecho, para que rugiera sobre mi corazón y estábamos en ese proceso, cuando pasó un hombre con un cartel, ofreciendo una excursión al interior del tapón del Darién.

-         Señor - lo llamé para que me explicara cómo funcionaba la cuestión de los inmigrantes –. ¿Dígame cómo es?

-         Yo represento una empresa seria, en la que cobramos setenta dólares por los seis días de travesía sin comida y sin botiquín, o ciento cincuenta dólares con comida, con colchón para dormir, con mosquitero y con asistencia médica, en caso de un accidente o de una enfermedad.

El hombre estaba bien vestido, hablaba con mucha educación y parecía buena gente, entonces le dije:

-         Nosotros somos tres, ¿ y cuándo tenemos qué pagar en total, por el viaje con todo incluido? – pregunté, pensando que, por ser un grupo, nos darían algún descuento.

-         Serían cuatro cientos cincuenta dólares sin rebaja, porque somos muchos en la cooperativa y con eso apenas alcanzamos a pagar la nómina y los diferentes productos que se consumen. Díganme si los programo para esta misma tarde con el mismo grupo de Haitianos, con los que llegaron anoche.

-         ¿Y usted cómo sabe que nosotros llegamos anoche con un grupo de Haití? – Le pregunté, sorprendido de que ya tuviera información de nosotros, que pretendíamos pasar desapercibidos.

-         Este caserío es muy pequeño y como nosotros vivimos del turismo inmigrante, permanecemos en la playa hasta que llegan las embarcaciones y, anoche, nos quedamos sorprendidos con la belleza de su mujer, porque para decirle la verdad, casi nunca se han visto mujeres tan hermosas, como ella, en estas tierras. Bueno y para que sepan, todos los días arrancamos a la cinco y diez minutos de la tarde, porque a las cinco en punto se cierran las oficinas del gobierno y se van los policías a descansar. Avanzamos dos horas hasta un campamento en el que se sirve la primera comida y se dicta un curso de introducción, en el que se les explica, cómo se deben de comportar en esa selva tan peligrosa, en la que abundan zancudos, culebras, cocodrilos, jabalíes, tigres, pumas y toda clase de bichos ponzoñosos como alacranes, tarántulas, pitos y abejas africanizadas.

-         ¿Pitos? – qué es eso, preguntó la hermosa Cristina que estaba escuchando muy atenta.

-         Es un insecto que transmite una enfermedad tropical, que le pudre la carne al que le pica y que no existe tratamiento para controlar esa especie de gangrena. Es la enfermedad de chagas causada por ese insecto que científicamente se llama “tripanosoma cruzi” y vulgarmente pito, que cuando pica causa un grave daño en el tejido de la piel, en el corazón y hasta en el cerebro porque, en algunos casos, deja el paciente completamente loco.

La travesía iba a ser más difícil de lo que imaginábamos, porque aparte de las dificultades que ellos nos enumeraban, teníamos que sumarle las que las noticias decían y que iban desde atracos, secuestros, violaciones, desapariciones, trata de blancas, y hasta homicidios, pero mi mujer y nosotros, estábamos dispuestos a todo, y aceptamos sin condiciones.

-         Bueno amigo. Reserve tres cupos para nosotros y diga, ¿qué recomendaciones especiales debemos tener para el viaje?

-         Lleven agua embotellada, un repelente para los sancudos que abundan en esos humedales y el dinero para pagar la excursión y listo, porque nosotros nos encargamos del resto -. Terminó de decir aquel hombrecito, que se notaba muy bien preparado para ese trabajo de vender paquetes turísticos -. A las cuatro y media los recoge un campero en el hotel y guarde esta tarjeta con el número de mi móvil, por si tienen alguna duda o por si se les presenta algún problema. Muchas gracias por utilizar nuestros servicios y ahora, más tarde, nos vemos en la entrada de la selva.

-         ¿Y ya sabes en cuál hotel nos van a recoger?

-         ¡Por supuesto!... En la habitación número catorce de "El Velero” que es el hotel de ustedes, los que tienen dinero.

Esa gente cómo que sabía todo de nosotros, lo único que faltaba era que supieran qué llevábamos oculto en la maleta de Cristina.

Nos fuimos para el hotel y empezamos a organizar todas las cosas que íbamos a llevar, porque en esa travesía por la mitad de una selva inhabitable, el equipaje debía de ser lo más ligero que pudiéramos.

Cuando ya estaban listas las maletas, después de desprendernos de lo que no necesitábamos en la travesía, nos fuimos otra vez para la playa, a nadar un poquito y a mirar los peces de los arrecifes, mientras que llegaba la hora de partir.

Almorzamos con “Sierra” que era un pescado tan grande que no cabía en el plato, con papitas a la francesa, con arroz con coco, con ensalada de verduras frescas y con una cerveza. Emiliano continuaba muy enfermo, casi no comió nada y se marchó para el hotel, a ver si dormía un poquito antes del viaje.

Cristina se antojó de una piña colada tropical, que contenía más vodka del que nunca me imaginé y, después de tres piñas, estábamos escuchando Vallenatos de Diomedes Díaz, cantando y bailando muy felices.

El tiempo voló con la poderosa brisa que nos refrescaba y cuando menos pensábamos, llegó un Land Rover azul, a recogernos para llevarnos al encuentro de la manigua encantada, que se tragaba a los hombres débiles.

Avanzamos como dos o tres kilómetros, por un camino destapado, en la mitad de unos potreros, hasta una puertecita, en el cerco de alambre de púas, que separaba los verdes pastizales de una finca ganadera, con la recta frontera de la selva primitiva. Llegaron dos destartalados autobuses, uno con todos los negros que ya conocíamos y el otro con unos indígenas que venían del ecuador, y, la hermosa Cristina se destacó más que nunca, porque era la más bonita de todas y comprendí el por qué, éramos los únicos que habíamos llegado en el campero del dueño de esa empresa turística. Una hermosa niña de unos trece o catorce años de edad, aproximadamente, nos fue entregando un ficho de cartón con número escrito y un postre de panela y coco, a cada uno de los que iban ingresando en esa selva que lo cubría todo, y a mí me tocó el número setenta y siete. Lo guardé en el bolsillo y mi amada mujer me dio el ficho que le había correspondido a ella, con el número sesenta y nueve.

-         Les pido el favor de que no escuchen música en los celulares y que traten de hacer todo el silencio que puedan, hasta que lleguemos al primer campamento de instrucción – nos dijo, don Octavio, un hombre de barbas y cabellos largos y blancos, como esos que sólo se ven en las películas del señor de los anillos, de gladiadores y de brujas.

Empezamos a caminar, mi hermosa mujer y yo, tomados de la mano, por un sendero que tenía como unos dos metros de ancho, porque ella se sentía un poco asustada, con tanta gente extraña, y se recostaba contra mi humanidad como buscando protección. Emiliano avanzaba a mi lado, más pálido que un papel y yo, por un momento, pensé que ese hombre tan enfermo no estaba en condiciones de emprender ese viaje, pero con un cobarde egoísmo, guardé silencio porque, al fin y al cabo, él era mi rival directo en aquella disfuncional relación y si moría mejor.

Avanzamos por el resbaladizo sendero y cuando ya iba a oscurecer, casi por completo, llegamos a un rancho inmenso, hecho con guaduas, cubierto con plástico y con una poli sombra que lo camuflaba dentro de la vegetación. En unas ollas muy grandes hervían los frijoles y, las mujeres anfitrionas, freían tajadas de plátano maduro y chicharrones de jabalí, en unas pailas de cobre, de esas que antes se utilizaban para calentar la miel en los trapiches de caña de azúcar.

Mientras que servían la comida, nos repartieron unos mosquiteros que eran como unos toldos de tul, para que nos protegieran de los zancudos que llegaron justamente cuando terminaron de repartirlos. Era una nube espesa de insectos, que oscureció aún más el panorama, cuando llegaron de las ciénagas en las que habitaban. Parecía como una plaga arrolladora de esas que hablan en la biblia. Alcanzamos a recibir la comida y a meternos debajo del toldo que nos protegió. Nos rociamos con el repelente de insectos que habíamos comprado y yo aplasté, con una camiseta, los zancudos que se quedaron en el interior de nuestro refugio, después del proceso de armado. Cristina y yo nos comimos todo lo que nos habían servido y Emiliano apenas se comió la carne y se tomó el guarapo de él, y el mío también, porque yo se lo regalé, cuando él me lo pidió dizque porque estaba muy deshidratado. Sinceramente, yo no sentí aquella pequeña caminada, aunque mis dos acompañantes, se quejaban por el cansancio. El viejo de barba blanca, ordenó que guardáramos silencio y exactamente a las nueve de la noche apagaron todas las luces y nos mandaron a dormir.

Aquella primera noche en la selva, no pude dormir casi nada. Al través de la gaza del mosquitero, que nos habían prestado los coyotes que dirigían la excursión, observé parpadear miles y miles de estrellas en el firmamento. El follaje de los robles cargados de helechos y de cardos, que nos daban abrigo, se agitaba con el viento que nos refrescaba del inmenso calor. El silencio se rompía con el grito desesperado de un pavo trasnochador, que se quejaba a lo lejos con su canto lastimero. La fogata de rojizo reflejo, que ardía a pocos metros del inmenso campamento, para conjurar el acecho del tigre, de la culebra y de todos los otros riesgos nocturnos, iluminaba mi alma en el silencio de aquellas melancólicas soledades y en mi espíritu se afianzaba el convencimiento de nuestra eternidad, en estas manifestaciones tan complejas de la vida. Las constelaciones que brillaban en el cielo, la inmensidad de esta selva tejida con árboles, con hierbas y con flores, y los deseos de todos estos seres que dormíamos sobre la humedad de la tierra fértil, me hacían descubrir la grandiosidad del ser humano; de esos espíritus que tratan de seguir evolucionando hacia la eternidad.

Al lado del mejicano, que seguía muy enfermo, en un colchón delgado de esos que se utilizan en los gimnasios para hacer abdominales, estaba durmiendo Cristina, con aparente tranquilidad, mientras que mi alma, desesperada, reflexionaba sin descanso.

-         ¿Qué voy a hacer, con esta mujer que me domina con sus encantos? ¿Seré capaz de satisfacer sus ganas de triunfar, sus sueños de riqueza, sus deseos de gloria y sus ínfulas de ser una celebridad reconocida?... ¡Pobre iluso! – me dije mentalmente – Esa mujer no te ama y solamente te está utilizando para conseguir sus sueños. Por un deseo sexual, te engañas conscientemente, atribuyéndole valores que no posee, porque ya sabes que tus ideales no se pueden buscar en otra persona, porque esos los lleva uno mismo en sus propios deseos.

Saciado el deseo, satisfecho el antojo, ¿qué méritos tiene esa sinvergüenza que de todos los hombres se deja besar?... Porque el corazón de Cristina no me ha pertenecido nunca y ella siempre me lo ha dejado claro, cuando me ha dicho varias veces, que lo de nosotros solamente han sido negocios. Me encuentro, espiritualmente, tan lejos de ella, como de esa estrella brillante que ha surcado el cielo en una picada infinita. En ese momento me sentía derrotado, no era que mi fuerza se agotara ante la dureza del desafío, sino que empezaba a invadirme el fastidio por esa mujer hermosa, que se quería acostar con todos los hombres. Me costó muy poco trabajo poseerla y la amé, seducido por sus locuras intensas, pero, ¿después de esas aventuras sexuales y de los deseos satisfechos, que sigue con ella?...

La selva intrincada de “El tapón del Darién” no me asustaba con las espeluznantes historias de los inmigrantes que morían en sus fangosos caminos, porque mi instinto aventurero me retaba a desafiarlos, seguro de que saldría triunfador de esa selva tropical que ya se había tragado a miles y miles de hombres, pero Cristina me hacía vulnerable con su innegable belleza. ¡Si al menos fuera más discreta, se cubriera más y no anduviera coqueteando con todo el que se le acercara, porque hasta con los peligrosos “coyotes” se vino coqueteando ayer, desde que nos internamos en la selva, sin poder comprender lo peligrosos que han sido esos hombres dominados por la ambición.

Nunca fui tan menso y tan resignado, con ninguna otra mujer, pero es que me había convertido en un adicto a los placeres que me brindaba su cuerpo espectacular y, además, ella aprendió a controlarme con su atracción sexual.

Viajando cargado con los diez kilos de cocaína, que todo el tiempo había llevado sobre mis espaldas, porque Emiliano estaba muy afiebrado, por las picaduras de los miles de sancudos que lo pincharon desde el principio de la travesía. Avanzamos, lentamente, tratando de no llamar mucho la atención, en la mitad de esos pobres negros que no podían disimular su miseria. Había sido preciso tomar la difícil ruta de esta selva, en previsión para que no nos detuvieran las autoridades con estos diez kilos de droga, aunque a veces pensaba que era mejor que el ejército nos capturara, para poder librarme de Cristina y de esa manera recuperar la libertad del espíritu, que había perdido con sus hechizos. Viajábamos en un grupo numeroso y por aquella excursión habíamos pagado ciento cincuenta dólares, cada uno, con derecho a recibir comida, agua potable, y guía permanente por todo el camino.

El cansancio me venció y cuando desperté al otro día, como a las cinco de la mañana, las mujeres ya estaban repartiendo café negro en unos coloridos vasos de plástico, y desayunamos con pan y unas sardinas enlatadas, que a mí me supieron muy sabrosas.

-         Amor, ¿no crees que esta travesía es demasiado peligrosa para nosotros, que estamos encartados con esa mercancía, porque esos coyotes están demasiado pendientes de ti, como averiguando tu vida personal? ¿No te parece que sería mejor regresar y viajar hasta panamá, en una lancha rápida a mitad de la noche? – le pregunté a mi mujer, presintiendo un gran peligro por la forma en que todos la miraban.

-         Esos malditos celos te tienen enfermo, a todas horas piensas que estoy coqueteando con esos negros, cuando lo que estoy haciendo es trabajar, para conseguir información y para que nos traten con más respeto. Si tienes tantas dudas y tanto miedo, entonces, ¿Por qué nos trajiste por aquí?... Porque la idea de cruzar por este infierno fue tuya, ¿o no?... Mejor dicho, váyase por el otro camino si le da la gana, pero me deja los dólares y la mercancía… ¡Definitivamente, ni tú, ni ese mejicano apestado, sirven para nada! –terminó de decir completamente furiosa y, por primera vez, se puso a llorar desconsoladamente.

La idea de que mi hermosa mujer se quedara en aquella selva, rodeada por esos criminales, me llenó de angustia y de tristeza, porque, con esas lágrimas, me había mostrado su fragilidad.

El pobre mejicano, pálido y débil, vomitó todo el desayuno que se había comido y, entonces, las mujeres le prepararon una bebita con menjurjes y hierbas, dizque para que se le bajara la fiebre y yo, que he vivido lo suficiente, para saber que no se puede alegar con una mujer airada, permanecí callado al lado de la elegante Cristina, mientras que ella, sentada en un barranco del camino, arrancaba puñados de grama y los tiraba contra el suelo, como para librarse de su furia.

-         ¿Vos crees que yo no me he dado cuenta de las charlas que has tenido con esa negra de culo grande, que viene como sola, y que ni siquiera has tratado de disimular, cuando le has echado el cuento para seducirla?... Y después has sido capaz de decir que yo soy la perra. ¿Si esto es ahora, que ni siquiera somos novios, cómo será cuando estemos casados y con dos hijos? ¿Cómo será después, cuando ya me tengas asegurada y sea tu mujer? ¡Mejor déjame libre y no controles más, por favor!

Ese reproche contra mi pequeñísima infidelidad, en la que cruce dos palabras con una interesante morena, me gustó, porque no sabía que a ella le molestaba cuando yo hablaba con las negras altas y hermosas de Haití. La abracé con ternura para finalizar la discusión y ella buscó mi boca, para darme un beso desesperado, que me hizo soñar con su amor y decidí continuar en esa travesía, porque yo sí conozco esa selva húmeda, en la que he matado mucho tigre y mucha culebra, con la ayuda del perfecto equilibrio universal.

Llegamos a un campamento como a las dos de la tarde y en mitad de la selva nos sirvieron frijoles con arroz, patacones fritos y unos pedazos de chicharrón tostado, que era dizque de la hembra de un jabalí que abundaba en estas selvas. También nos dieron, a todos los de la excursión, una botella plástica de litro y medio, llena con agua de panela con limón, para que la lleváramos por todo el camino y no tuviéramos que beber agua de los caños, porque nos podíamos enfermar del estómago. “El pecoso”, que era el coyote más amigo de Cristina, fue y le trajo a Emiliano, unos antibióticos del botiquín, porque el hombre ya se sentía dizque muy enfermo, aunque no le faltaron fuerzas para sacar la pistola y ponerse a limpiarla delante del jefe de los coyotes, como para que se dieran cuenta que él viajaba armado.

Después del suculento almuerzo, continuamos caminando, pero

con esos errores la cosa se estaba poniendo fea y yo, si quería continuar disfrutando del amor de esa hermosa mujer, debía de ensayar un nuevo estilo de vida, muy distinto al que, hasta esos días, había vivido. Me tenía que liberar de mis pensamientos moralistas y justicieros, y comprometer mi seguridad y mis ilusiones, en aquel proyecto macabro, porque cada día me tenía que jugar por entero, cambiando el pensamiento ideal y espiritual, por la vida práctica de los que ganan mucho dinero. Una vida de lucha, en la que todos somos animales salvajes, peleando por la supervivencia, sin tener en cuenta unas reservas morales que, al final, no importan ante la teoría de la evolución de las especies, en las que sólo triunfa el más fuerte, el que es capaz de matar a los demás. Esa era la lucha en la que estaba enfrascada Cristina, que estaba entregando todo lo que tenía, para labrar el futuro que deseaba para nuestros anhelados hijos, porque ella, en estos momentos, también iba como la semilla que vuela en el viento sin saber dónde es que va a caer, sin conocer la tierra que la esperaba.

Indudablemente, mi hermosa mujer era de un carácter apasionado.

-         Aunque no te guarde la fidelidad que mereces – me dijo con los ojos llenos de lágrimas -, tú eres el hombre más espectacular que he conocido en la vida, y que cualquier mujer desea tener. ¿Cómo podría no tener en cuenta, todo lo que has hecho por mí?... Y no quiero que estés enamorando esa negra fea, porque tú eres mío y de nadie más, si es que me quieres amar.

-         ¿Por qué dudas del amor que te ofrecí, desde el primer momento en que te vi? – le respondí muy enamorado por sus palabras – No te has podido dar cuenta, que por ti dejé mi vida anterior y me lancé en esta aventura, sin importarme las consecuencias, pero, ¿tendrás la voluntad para amarme y respetarme?

-          Yo por ti, hago todos los sacrificios que sean necesarios, porque la adversidad es una sola y nosotros somos dos - me dijo, tomándome de la mano y caminando de prisa, para tratar de alcanzar el grupo que, ya hacía un rato, había desaparecido de nuestra vista -. Esta selva cómo que lo alienta a uno, ya sea para gozarla o para sufrirla. Aquí hasta los enfermos, como Emiliano, ansían besar la belleza de los árboles centenarios y esta tierra fértil en la que, seguramente, van a morir y a podrirse. Aquí somos hermanos del sol, del agua, de los árboles, del viento y de la soledad, y ni se les teme ni se les maldice a esos fenómenos.

El sol se había elevado sobre aquella selva hermosa, desde hacía varias horas y no habíamos sufrido con su presencia, porque los gigantescos árboles nos cubrían por completo. Por todo el camino se escuchaban los gritos de las guacamayas multicolores, de los loros verdes que imitaban nuestras voces, y se posaban sobre los arbustos miles y miles de garzas blancas, que parecían pinceladas, de un inspirado pintor, en la mitad de esa selva indolente. En todas partes brotaba un hálito de vida, que eran la evolución y la palpitación que distraían a mi reina, mientras que el grupo de inmigrantes se alejaba por completo. Ella trató de coger una rana roja y negra y yo le dije:

-         Amor, ponga mucho cuidado, que esas ranas pueden ser venenosas y no deja de ser un peligro, que no puedes correr.

Mientras caminamos de prisa por los húmedos barriales, en los que se nos tragaban las botas, y nos llegaba el olor nauseabundo del fango putrefacto, Cristina y yo, tomados de la mano, sentimos un inesperado regocijo de amor, al mismo tiempo que nuestros espíritus, reconfortados por la selva, ascendían agradecidos con la vida y el universo, a pesar de las grandes dificultades de ese camino lleno de charcos de agua

-         Aunque tengamos que soportar las incomodidades de este crudo invierno, esta es una selva colorida y hermosa, llena de helechos y de flores – dijo mi amada mujer, cuando se detuvo a contemplar una orquídea florecida que se mecía en el viento -. Y no me explico por qué extraño milagro, al introducirnos en esta selva tropical, desapareció el miedo que me inspiraba cuando escuchaba hablar de ella.

Tratamos de avanzar con rapidez, para alcanzar la otra gente que ya no se escuchaba, pero nuestras botas se quedaban atrancadas en el fango, hasta que aparecieron “el pecoso” y otros dos de los coyotes, con Emiliano, agarrado por el pelo, esposado con las manos en la espalda y chorreando sangre por boca y nariz.

-         ¿Qué pasó, señores? – pregunté muy preocupado por la escena.

-         Este señor, armado con esta pistola, amenazó de muerte a mis muchachos, pensando que estamos en Sinaloa, que es dizque donde está la organización de mafiosos a la que pertenece, pero venga paisa –dijo el coyote mayor, apuntándome con la pistola del mejicano, mientras me agarraba la maleta de Cristina, que yo llevaba en la espalda -, a ver qué es lo que llevan ahí y saquen todo lo que tengan en los bolsillos que esta es una requisa.

La cosa se puso difícil y yo tuve que sacar mis documentos de identidad, los cuatro mil novecientos dólares que aún me quedaban en el bolsillo y dos tarjetas de crédito. Cristina sacó cuatro billetes de cinco dólares, un brillo labial y un paquetico de gomas de mascar. “El pecoso” nos arrebató el dinero y empezó a esculcar la maleta de nuestra hermosa mujer qué estaba muy pálida por el susto, hasta que encontró los diez kilos de cocaína y, con una sonrisa de oreja a oreja, nos preguntó al mejicano y a mi:

-         Ustedes dos, par de gonorreas, ¿cómo se atreven a meterse en una selva de estas, con esta elegancia de mujer, con esa cantidad de billetes y con esa costosa mercancía?... Pero sepan que esa gracia les va a costar la vida, por brutos.

-         “Pecoso” no vaya a matar a mis amigos, que usted y yo, podemos negociar – dijo la atrevida Cristina, mostrando mucho valor. Los tres hombres se miraron y el líder de esa banda de criminales nos propuso lo siguiente:

-         Nos vamos a quedar con el dinero, con la cocaína, con los documentos de identidad y usted, hermosa dama, nos va a dar un poquito de amor a nosotros tres, allí detrás de aquellos árboles, para que no les duela mucho a sus amigos y después los dejamos ir vivos y en paz, ¿qué dicen?...

-         Bala es lo que te van a dar, cuando mi jefe se dé cuenta de los que nos están haciendo – Les dijo el mejicano, completamente furioso.

Este hijo de puta está muy bravo, ¿o qué? – grito “el pecoso”, mientras cargaba la pistola, se vino pálido de la furia y le pegó un tiro, al pobre Emiliano, en toda la frente, que lo hizo desplomarse como un saco de papas, completamente muerto. Lo mató y me miró a los ojos, desafiante, como a ver yo qué cara ponía, pero cuando yo bajé la mirada completamente acobardado, continuó diciendo –. El negocio es el siguiente, nos quedamos con todo, y usted, paloma hermosa, nos deja satisfechos a mis dos amigos y a mí y, después, se largan los dos para la puta mierda, donde no los volvamos a ver, ¿Listo?

-         Bueno, señor -dijo mi hermosa reina, avanzando decidida para los arbustos, que el hombre había señalado al principio -, y espero que cumpla su palabra como un hombre.

-         Tranquila mujer, que, si nos cumple, les cumplimos.

Uno de los dos esbirros vino y me esposó, abrasando un pino grueso, a escasos dos metros de donde estaba el mejicano completamente muerto, con la cabeza rodeada por un charco de sangre y parte del cerebro por fuera del cráneo.

Yo me quedé esperando y, durante un largo rato, escuché gemidos de placer, de la venezolana, pero me negué a pensar que ella estaba disfrutando de esa violación. Pasaron unos veinte minutos, hasta que llegó el pecoso y me quitó las esposas que me sujetaban contra el árbol. Los otros dos hombres llegaron después, secos de la risa, como sintiéndose muy felices con la hazaña de su atropello.

-         Se largan inmediatamente, antes de que me arrepienta y si los vuelvo a encontrar, a usted paisa, lo mato por cabrón y a usted, hermosura italiana, la dejo para que sea la mamá de mis hijos. Adiós, pues, par de malparidos – dijo “el pecoso” haciendo un tiro al aire.

Yo agarré de la mano a Cristina, que venía componiéndose la ropa, después de esa terrible experiencia y salimos tratando de correr por el fangoso camino que casi no nos permitía avanzar. Como a los doscientos metros, abandonamos el sendero y nos escondimos, después de que yo borré las huellas, debajo de unos helechales muy tupidos, para estar ocultos por si esos asesinos se arrepentían y nos querían perseguir.

Allí permanecimos el resto de la tarde, abrazados y muertos de miedo, hasta que la noche empezó a caer sobre la selva enmarañada y el cielo se cubrió con una nube de zancudos que nos picaban sin cesar, porque esos asesinos se nos habían llevado hasta el repelente de insectos. La situación se estaba poniendo difícil, pero recordé que los cerdos se revolcaban en el fango para protegerse del sol y de los mosquitos, y eso fue lo que hicimos. Nos cubrimos con una espesa capa de pantano negro y avanzamos por esa selva, como un par de zombis, dando tumbos en medio de la oscuridad que empezaba a reinar.  Pensé en los tigres, en los pumas, en los lobos y en las culebras, pero tuvimos que correr el riesgo de seguir avanzando bajo la tenue luz de la luna, porque no teníamos ni candela, ni un cuchillo ni nada. La meta era llegar hasta el campamento en el que nos dieron el almuerzo, para protegernos de los peligros de la intemperie nocturna y quedarnos, allá, hasta que amaneciera. La única fortuna era que en esta selva no hay señal para el celular y, entonces, nadie sabía lo de nuestro problema con los coyotes.

Avanzamos en medio de la oscuridad, dando tumbos y cayendo al piso, a cada momento, porque íbamos casi que adivinando el camino. El reflejo de la luz de la luna era muy escaso, porque los árboles no permitían que iluminara el camino, pero nosotros estábamos muy asustados y necesitábamos llegar al campamento como fuera. Esa travesía de regreso, fue tenaz, pero al final, debían de ser las tres o las cuatro de la mañana cuando llegamos al campamento. Mi primer cuidado fue buscar un palo grueso, que me sirviera de arma por si había perros guardianes, pero el silencio era absoluto y afuera del rancho no encontramos nada ni a nadie. Todos estaban durmiendo encerrados en las rústicas habitaciones de madera. Le di la vuelta a la enorme construcción y sólo encontré abierta la pieza de las herramientas, en la que guardaban azadones, palas, machetes y drogas para el ganado. También había muchos costales de fique, que nos podrían servir para dormir sobre ellos. Cristina se metió en el baño y se estaba dando una ducha para lavar todas las vergüenzas de su desgracia, dejando que el agua fría estallara sobre su cabeza confundida. Con un estropajo se quitó el pantano negro que nos habíamos untado y todas las manchas que le habían dejado esos tres hombres, después de sus innumerables provocaciones.

-         Amor, venga yo le muestro dónde es que vamos a dormir, para que vaya armando una cama de costales, mientras que yo también me baño, para quitarme todo este fango que ya me está picando sobre la piel -. Le dije a mi hermosa mujer, que salió envuelta en una toalla.

Afortunadamente, mi inteligente compañera encontró la conexión de un bombillo que iluminó la atiborrada habitación, que olía a insecticida y a cuido para los animales del campo. Yo terminé de bañarme y salí todo mojado, para que Cristina me prestara la única toalla que encontramos en el baño. Afortunadamente estábamos en esas tierras tropicales, donde hace mucho calor y el agua, a esa hora de la madrugada y después de esa brutal caminata, resultaba muy refrescante. Cristina se acostó completamente desnuda sobre los ásperos costales de cacao y yo me acosté a su lado, y la abracé con mucho amor, pero sus enormes nalgas chocaron contra excitada humanidad y sentí un deseo incontrolable de poseerla. La besé en la nuca y sentí cuando todo su cuerpo se estremeció con emoción, pero continuó dándome la espalda en silencio, como avergonzada por lo de la terrible violación. Lamí sus orejas aterciopeladas con deseo, para que sintiera mi boca caliente y ella dio la vuelta para que la besara en la boca con mucha pasión. Mordisqueé sus pezones excitados y ella abrió las piernas y me empujó de las caderas, invitándome para que penetrara con todo mi amor en su concha ardiente. Recordé los gritos de su placer en medio del ultraje al que fue sometida y le tuve que preguntar:

-         Amor, ¿usted disfrutó cuando los coyotes la estaban violando?

-         Sí -. Me dijo con franqueza -. Ese era uno de mis más añorados sueños eróticos, desde que era una adolescente. Siempre quise que me violaran unos extraños violentos y esos coyotes lo hicieron muy bien.

Sentí una rabia muy grande, por lo que me estaba diciendo esa enferma sexual y sujetándola del cabello con violencia de di una cachetada y la penetré con rabia, para para descargar los celos que me producían su comportamiento y sus palabras. Ella me besaba con pasión y se quería tragar mi lengua, agitándose como loca al mismo ritmo de mis rápidas penetraciones.

-         Quédate quieto dentro de mí cosita – me dijo con placer al oído-, porque quiero que permanezcas dentro de mi cuerpo hasta que amanezca. Quiero sentir el fuego de tu pasión todo este resto de noche, de esta desgraciada noche en la que perdimos el último contacto que teníamos en Méjico.

-         ¿Cómo así amor? – le pregunté, olvidando por un instante la sensación espectacular que sentía cuando su vulva me absorbía, como queriendo extraer mi semen ardiente.

-         Es que hay algo que yo no te he querido contar – me dijo, apartándose cuando mi cuerpo se desinflo por la impresión -. ¿te diste cuenta que Emiliano y yo, llegamos cinco días antes de la fecha señalada?...

-         Si, amor -, contesté muy intrigado.

-         Es que Cuauhtémoc y Emiliano, se pusieron a pelear por mí, y el abogado mató al jefe y le robó el dinero y las joyas que tenía en la caja fuerte, antes de salir huyendo para Colombia, a montar una empresa independiente, con la droga que tú ya habías comprado, y, ahora, el abogado está muerto también.

Yo me quedé en silencio, asustado por lo que me estaba contando aquella hermosa mujer y sólo acaté en preguntar:

-         ¿Y el dinero y las joyas que ese hombre le robó a Cuauhtémoc, qué fin tuvieron?

-         Las joyas las vendimos en Medellín, ese día en el que llegamos a tu finca y todos esos dólares se los consignamos a mi padre, para que nos fuera comprando unas propiedades, en Venezuela, mientras que nosotros terminábamos de realizar el negocio de las drogas.

-         ¿Y, entonces, qué va a ser de nosotros dos, ahora que hemos perdido a los socios? – Le pregunté, con la esperanza de que ella dijera que íbamos a vivir una vida decente, amándonos por toda la eternidad.

-         Yo creo amor, que usted es mejor que se consiga una mujer que lo quiera de verdad y que lo valore, porque usted es un hombre maravilloso, o, si quieres, puedes venir a vivir conmigo en Venezuela, pero no me puedes celar ni hacer reclamos, porque tú ya sabes cómo soy de coqueta… O, mejor, si quieres nos vamos para la ciudad de Méjico y establecemos nuevos contactos y empezamos de nuevo en este maravilloso negocio, en el que, en un par de meses, hemos conseguido más de un millón de dólares, porque a ti, mal contados, te deben de haber quedado como doscientos cincuenta mil dólares y a mí me tiene guardado mi papá, más de un millón de dólares, que eran de esos dos queridos mejicanos, que han muerto por ser tan groseros y por ser tan bravos, aunque dicen los que saben, que esa es la mayor virtud de los mejicanos.

-         Ahora los dos tenemos centenares de miles de dólares y cien mil obras útiles se pueden hacer con ese dinero. Centenares de vidas se pueden llevar por el buen camino, salvándolas de la miseria, del vicio, de la cárcel, de la corrupción y de la muerte violenta. Con todo el dinero que ahora poseemos, muchas obras de caridad se pueden hacer en tu país, que no tiene fuentes de empleo y que necesita empresarios para invertir – le dije con mucho cariño, porque sabía que ella era una mujer de un gran corazón y mirándola en medio de la oscuridad, le pregunté -. ¿No crees que la muerte de los dos mejicanos, se va a ver justificada con las obras de caridad que vamos a hacer de ahora en adelante para ayudar a los más necesitados?

Ella se quedó en silencio, como si no hubiera escuchado la pregunta y yo me quedé pensando en esa complicada historia, que me había contado la hermosa Cristina. Palabras amistosas que me dijo cuándo me recomendó que buscara una buena mujer, mostraban gran respeto por mi persona, pero me revelaban que ella no me amaba, para estar dispuesta a ser, exclusivamente, mi mujer. No quise preguntar nada más sobre la muerte de Cuauhtémoc y no quise pensar que todo había sido un plan, de ella, utilizando a Emiliano para asesinar el jefe y quedarse con todas sus riquezas, y con dolor en el alma, también tuve que renunciar, mentalmente, a esa mujer tan ardiente y tan promiscua, que se metía en negocios tan raros, que utilizaba los hombres para lograr sus objetivos, que le gustaba que la golpearan, que la besaran los extraños y que, desde que era una niña, soñaba que la violaran varios hombres al mismo tiempo. se me quitaron las ganas de amarla indefinidamente y dormimos desnudos, de cuerpo y de alma, en aquel cuarto estrecho por el que corrían los ratones. Se habían dicho muchas cosas incómodas y me quedé ahí, acostado, pensando, pero sin querer tocarla.

“En compensación de esas dos vidas que ayudé a destruir, voy a dedicar el dinero que me correspondió, a promover la cultura y muy especialmente, la literatura, en mi querida tierra antioqueña y en toda Colombia también. A cambio de las dos vidas de los mejicanos, miles de colombianos van a ser salvados de la ignorancia que nos llevó, a esta mujer hermosa y a mí, a cometer semejantes delitos. Es una cuestión matemática, dos vidas perdidas, por miles de vidas salvadas. Además, ¿qué pueden valer, en el perfecto equilibrio del universo, los insensibles hombres, que están dedicados a destruir las vidas de los jóvenes, con las drogas de la muerte?... Yo digo que esas vidas tienen el mismo valor que las otras vidas, porque todos los seres estamos evolucionando para ser conscientes de nuestra eternidad y aunque lleguen a ser nocivos para la humanidad, porque en algún momento les interesó más el dinero y los placeres sensuales de la carne, que les ofreció esa bella mujer. Sin ninguna duda, los narcotraficantes que envenenan con drogas a los jóvenes, también merecen vivir, porque la naturaleza tiene sus derechos, aunque los hombres comercialicen con las armas, con la guerra, con el hambre y con los alucinógenos que nos destruyen, y la inteligencia les puede dar una nueva oportunidad. Afortunadamente, yo no participé directamente en ese negocio y, aunque me pesa con toda el alma, yo solamente le seguí la corriente a esta loca, de la que me tengo que alejar, aunque me siga gustando. No me puedo arriesgar a contraer una enfermedad venérea, de transmisión sexual, por culpa de su promiscuidad. Claro que a la naturaleza se le puede dirigir, se le puede corregir, porque de lo contrario, hombres como “el chapo” Guzmán, como Pablo Escobar, como Adolf Hitler, como Benjamín Netanyahu y como Joe Biden, acabarían con la especie humana sobre la tierra. En la iglesia católica, apostólica y romana, se habla del deber de la consciencia y no tengo nada en contra de esa religión, que es la única que he conocido, pero, ¿dónde dejan la consciencia los sacerdotes, cuando pasan de largo ante los mendigos caídos y dónde dejan la consciencia, esos sacerdotes pederastas, que abusan de los niños sin ninguna compasión y que conste que estoy hablando en mi nombre y en nombre de la justicia, porque mi delito de intentar ser narcotraficante, no se consumó, porque la mano de Dios intervino casi que milagrosamente y me salvó, nuevamente, de traspasar la línea roja de la muerte. Yo me sentía completamente furioso, aunque todo había llegado a su fin, para mí, y me habían quitado un peso enorme de mi conciencia y, afortunadamente, la programación del perfecto equilibrio universal, había actuado para salvarme de ese crimen que yo no quería cometer. Me quedé allí acostado con esa hermosa mujer, el resto de la noche y no me dejé tentar por las caderas voluptuosas que se acercaban a mi humanidad peligrosamente. La oscuridad invadió la improvisada habitación y cuando el cansancio me venció, ya no pude observar la dorada tentación de esa carne excitante y siempre dispuesta para hacerme pecar. Finalmente, sentí escalofríos cómo si tuviera fiebre y mi cuerpo tembló sin control, como si fuera a morir en mitad de esa tierra salvaje. Después me sumergí en un sueño pesado y profundo, y dormí largamente sin soñar.

Desperté cuando el sol ya estaba calentado y Cristina Pausini ya no se encontraba a mi lado. Salí del pequeño cuarto de los insumos agrícolas y una de las mujeres de la cocina, que me vio saliendo, me dijo:

-         Ya mismo le sirvo el desayuno y le entrego el dinero que le dejaron.

Yo le sonreí sin entender bien, lo que me quiso decir. Salí hasta el amplio patio en el que se amarraban los caballos y no pude ver a mi hermosa mujer por ningún lado. Mi cuerpo estaba todo pegajoso y me metí al baño, para ducharme con agua fría y poder despertar bien, de mi incomodo letargo.

La misma mujer que me saludó cuando salí del cuarto, me trajo una toalla limpia y una pasta de jabón de baño, muy fino y oloroso. Me duché con paciencia, quitándome la tierra de las uñas de las manos y de las uñas de los pies, con un suave estropajo vegetal que se usaba mucho en esas tierras.

Cuando salí del baño, el suculento desayuno ya estaba servido, con huevos fritos, arepa de mote, chocolate con leche y un pedazo grande de queso. La mujer me señaló la mesa y con un sobre blanco en la mano me dijo:

-         Aquí está el dinero y las tarjetas de crédito que le tenía guardadas “el pecoso” y coma tranquilo, que la señorita Cristina, ya pagó ese desayuno y un buen almuerzo que ya le estoy empacando en hojas de plátano, para que se lo coma en el camino.

-         ¿Cómo así, señora?... ¿Es que dónde está Cristina, pues? – pregunté al presentir una sucia jugada.

-         Ella se fue de madrugada, con el baquiano que le mandó “el pecoso”, para que la acompañara hasta la expedición, nuevamente, ¿es que su merced no sabía, que a ella la estaban esperando mientras que lo encaminaba a usted?

Abrí aquel sobre con la respiración agitada y encontré exactamente los cuatro mil novecientos dólares, las dos tarjetas de crédito que me había robado ese maleante y una nota, de Cristina, en un papelito blanco que decía:

-         Amor, perdóname, pero es que a mí me gustan los hombres malos y tú eres demasiado buena gente para mí.

Mi corazón se llenó de dolor y no pude comprender, ¿por qué Cristina no me llamó para explicarme su decisión?... ¿Será que ella misma había planeado ésta sucia jugada?... Pero porqué me daba tanta rabia y sentía ese dolor tan profundo, si este abandono me convenía, para cerrar el capítulo más oscuro y más vergonzoso de mi vida.

Sentí mi corazón agobiado por ser, nuevamente, traicionado por la hermosa mujer que hacía vibrar mi alma, y que ahora era la compañera de un asesino sin piedad.

-         Señora, ¿a ella se la llevaron por la fuerza o se fue porque quiso? – pregunté muy angustiado, por los terribles sucesos que no alcanzaba a comprender.

-         Yo no sé, porque ella fue la que me entregó ese sobre y era la que daba las órdenes – explicó la buena mujer -, y le decía al muchacho que vino por ella, que guardara silencio para que usted no se despertara, y ella misma, fue la que me pidió prestado un lápiz y un papel, para escribirle esa nota, y también me pagó el jabón fino, su desayuno y su almuerzo para llevar.

Para bien o para mal, todo estaba consumado, pero mejor, porque muchas veces los dioses nos alejan de las malas influencias para protegernos, y aunque me sentía morir de dolor por dentro, me resigné y le di gracias a Dios, por las espectaculares experiencias vividas.

Ese día salí de ese lugar, muy adolorido. Me fui para la finca a seguir cuidando mis caballos, a reproducir ese “gallo de oro” del que seré el guardián por toda la eternidad, con la esperanza de poder hablar, algún día, con la hermosa Cristína, aunque sea la última vez.

 FIN

 

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